La figura central en ese proceso es el cardenal Jaime Ortega, 73, arzobispo de La Habana. Hábil negociador, él mismo fue víctima, en el pasado, del sectarismo izquierdista que, bajo la influencia de la Unión Soviética, atizó la persecución religiosa. Siendo seminarista, en los años 60, Ortega fue enviado a un campo de “reeducación ideológica”. A pesar de ello nunca demostró resentimiento ni se alió con los que dieron la espalda a la Revolución.
El período izquierdista de la Revolución cubana –repudiado públicamente por Fidel- congeló las relaciones Iglesia-Estado. Entre 1964 y 1981, los obispos y las autoridades no se hablaron.
Al encontrarme con Fidel por primeira vez, en 1980, él me hizo la propuesta de intermediar para reiniciar el diálogo. Al año siguiente participé en la reunión de la conferencia episcopal, en Santiago de Cuba, y les expuse la propuesta. Los obispos la acogieron como una señal positiva. Poco después, Fidel los recibió en audiencia.
En 1985, el líder cubano me concedió una larga entrevista sobre la cuestión religiosa, publicada con el título “Fidel y la Religión”. El libro causó impacto en la población, cuya religiosidad posee una fuerte raíz sincretista, mezcla de catolicismo y tradiciones de origen africano. Era la primeira vez que un dirigente comunista en el poder abordaba el tema de la fe de modo respetuoso e incluso admitiendo que su formación religiosa le había mejorado su carácter. En un país de 11 millones de habitantes, fueron editados 1.3 millón de ejemplares hasta hoy.
En opinión de un obispo cubano, el libro “quitó el miedo a los cristianos y el prejuicio a los comunistas”. En 1986, la Iglesia promovió el Encuentro Eclesial Cubano, versión local de un miniconcilio para trazar nuevas directrices pastorales.
El buen entendimento entre la Iglesia y el Estado se vio súbitamente interrumpido por la caída del Muro de Berlín. El cardenal Law, de Boston, al predicar el retiro a los obispos, insistió en que el efecto dominó del fracaso del socialismo no libraría a Cuba y que los obispos, a semejanza del episcopado polaco, deberían constituirse en nuevos Moisés capaces de conducir al pueblo a la democracia…
En enero de 1990 Fidel vino al Brasil a la toma de posesión del presidente Collor. Me encontré con él en Brasília. Insistí en la continuidad del diálogo y, poco después, desembarqué en La Habana para entrevistarme con Jaime Ortega. Fue la primera y única vez que lo vi pesimista. No creía que el gobierno tuviera buenas intenciones. Quizás esperaba para dentro de poco el fin de la Revolución.
Cuba no fue alcanzada por el huracán neoliberal que assoló al Este europeo, y una serie de circunstancias favoreció la visita del papa Juan Pablo II al país en 1998. Fidel me invitó, junto con un grupo de teólogos, entre ellos Leonardo Boff, para asesorarlo en el transcurso de la visita papal. Nos tocaba “descifrar” el lenguaje y los protocolos eclesiásticos.
El éxito del viaje –el papa no condenó al régimen cubano, como quería Bush, y elogió sus conquistas sociales– y la empatía que se originó entre Fidel y Woityla reabrieron los canales del diálogo. Sin embargo Fidel, por razones de salud, se apartó del mando del gobierno en el 2006, que fue asumido por Raúl Castro.
Intensifiqué mis viajes a La Habana para profundizar en la cuestión religiosa con Raúl y con Caridad Diego, jefa de la Oficina de Asuntos Religiosos (una especie de Ministerio del Culto). Se decidió conmemorar, en marzo pasado, los 25 años del lanzamiento de “Fidel y la Religión”. Fueron invitadas todas las denominaciones religiosas presentes en el país. Raúl estuvo presente y lamentó que ningún obispo católico se hubiera aparecido.
Esa misma noche cenamos juntos. Hablamos de la acción pastoral de la Iglesia Católica con los prisioneros y de cómo la Revolución sólo podría ganársela con la liberación de los presos de conciencia que no estuviesen acusados de delitos de sangre o de actos terroristas.
El 10 de mayo Raúl Castro recibió, por primeira vez, al cardenal Jaime Ortega. La conversación se prolongó durante cinco horas. El arzobispo solicitó la transferencia de los presos a lugares cercanos a sus famílias y mostró la disposición de la Iglesia a colaborar para que fuesen amnistiados. El gobierno consideró que valía la pena apostar por la propuesta del cardenal y de ese modo evitar gestos extremistas, de amplia repercusión internacional, como huelgas de hambre llevadas hasta las últimas consecuencias.
Jaime Ortega no tiene nada de progresista ni, mucho menos, de anticomunista. Su papel como pastor es crear condiciones favorables para la evangelización del pueblo cubano. Y sabe que iniciativas humanitarias como la liberación de prisioneros no sólo refuerzan el prestigio de la Iglesia sino, sobre todo, dan testimonio de profunda fidelidad al Evangelio. Y también dan prueba de la tolerancia de la Revolución.
Lo que más esperan ahora la Iglesia y el Estado es que Obama libere a los cinco cubanos presos en los EUA, desde 1998, acusados de espionaje. Ésta es la condición para reiniciar un diálogo positivo entre Washington y La Habana, teniendo ante la vista la suspensión del bolqueo impuesto por los EUA a Cuba.
(Traducción de J.L.Burguet)