He vivido una experiencia que no puedo describir con palabras, es una sensación de inmensidad de fe, a través de una nariz roja.
Todos los días estoy en la parada de la Palma y espero que llegue la ruta de guagua P9 o P13, cualquiera que me acerque al Vedado, donde trabajo con la compañía de teatro infantil La Colmenita. Ese día era un miércoles y me dirigía a mi visita habitual a la Sala de Pediatría del lNOR (Hospital Oncológico), por lo que llevaba en mi bolso mi vestuario de payasa y varias narices rojas, que uso para jugar con las niños y niños, que allí están hospitalizados.
Me monté en la ruta P13 que estaba inhumanamente llena. Detrás de mí se monta una mamá con un niño de 5 años que comienza a golpearme y a empujarme, me viro hacia el niño con la intensión de requerirlo y la madre se disculpa y me explica que el niño está enfermo de los nervios y que necesita un asiento.
Ya sentados, el niño incontrolable, continúa mordiendo y agrediendo a su mamá. Ella desesperada lo amenaza con dejarlo sin ropas y amarrarlo delante de todos para que pasara una vergüenza. Yo no sabía cómo reaccionar, pero aquello me estaba haciendo mucho daño. Todos en la guagua se apartaban con temor de ser agredidos.
Me acerqué al niño, y sin la certeza de que él me escuchara, comenté en voz alta que “mi bolso era mágico”. Sin más, saco una nariz de payaso y manteniéndola en mi mano la pongo en el campo visual del niño. Entonces sucedió el “milagro”: el niño comenzó a reír. Al ver la reacción que tuvo le pedí permiso para ponerle la nariz.
En ese momento me miró a la cara por primera vez. Me aterré. Sus ojitos de niño se pusieron en blanco y su cara se contrajo de una manera que no puedo calificar. Entiendo que accede a ponerse la nariz, porque me la arrebata, e intenta ponérsela él solito. Lo ayudo e insistí en comentarle que mi bolso tenía muchas sorpresas. Saco otra nariz y me la pongo. Así comenzamos a jugar hasta tal intimidad que pegamos nariz con nariz.
La guagua era un desierto de silencio, se escuchaban las risas del niño y todos en la guagua atendían a lo que sucedía. La mamá me mira a la cara y exclama aliviada:
– “¡Ay Dios mío, gracias por ponerme una payasa en esta guagua!”
Me pregunta: ¿Tú piensas que esto es vida? Solo pude sonreír con la nariz puesta, pasar mi mano por su cabeza y decirle: “Con calma, mamá”.
Llegó la parada donde debía bajarme. Cuando lo hice, en aquel P13 solo se escuchaba la risa del niño, el silencio impresionante de los pasajeros y un sollozo entrecortado, que al fin pude liberar. Ya en la acera no podía dejar de llorar. Tuve que sacar mi agenda para escribir estas letras, de alguna manera debía canalizar las emociones.