Aunque resulte ingrato reconocerlo, a mediados de 2007 no son ya los movimientos sociales los que están marcando la agenda política sudamericana. La oleada de agitación y movilización social que barrió la región entre mediados de la década de 1990 y 2005 se fue apagando a medida que los gobiernos surgidos de ese ciclo de luchas se fueron consolidando, y por el propio desgaste de la acción callejera. Aunque se registran marcadas diferencias entre el área andina y el Cono Sur, la principal novedad es que en esta segunda región la estrella del progresismo gubernamental comenzó también a eclipsarse.
Las recientes elecciones en la ciudad de Buenos Aires, que dieron el triunfo al empresario de derecha Mauricio Macri, representan la parte más visible del viraje en curso. En los últimos años se han venido acumulando en el Cono Sur un conjunto de hechos que suponen la profundización del modelo neoliberal pero ahora de la mano de gobiernos que se reclaman contrarios al Consenso de Washington.
A grandes rasgos: la conversión de los países del Mercosur en una “república soyera” con una producción superior a los 100 millones de toneladas; la creciente alianza de los gobiernos de Uruguay y Brasil con los Estados Undios para avanzar hacia la liberalización comercial; la opción por el etanol y el monocultivo de caña de azúcar realizada por Luiz Inacio Lula da Silva, que profundizará el carácter subimperialista de su país. Son algunos de los principales elementos que están tapizando el retorno o reposicionamiento de las derechas en el Cono Sur, ya que la profundización del modelo neoliberal no hace más que insuflarles fuerza política y social.
Con el proyecto del etanol la extranjerización de la economía brasileña, y con ella la de toda la región, subirá un nuevo peldaño. Cuando Lula llegó al gobierno, el 1 de enero de 2003, la participación de filiales extranjeras en la industria había trepado del 31% en 1985 al 40%, según un estudio divulgado por el ex presidente del Banco Nacional de Desarrollo, Carlos Lessa. De las 500 mayores empresas del agronegocio, que controlan casi todo el PIB agrícola de Brasil, seis son estatales, 388 brasileñas y 106 extranjeras. Pero entre las 50 mayores hay sólo 22 brasileñas y 28 extranjeras. Sólo la empresa Adecoagro, que pertenece a George Soros, va a invertir 800 millones de dólares en usinas de etanol. Cargill compró el 63% de Cevasa, la mayor usina de etanol del país. Según el Banco Central sólo en lo que va de 2007 ingresaron a Brasil 6.500 millones de dólares para ser invertidos en la producción de etanol.
La contracara de esta amistosa apertura al capital financiero ya no es la intervención militar en Haití sino algo más grave: la creciente militarización de las favelas de Rio de Janeiro, ahora con la excusa de los Juegos Panamericanos. Un reciente manifiesto firmado por decenas de organizaciones sociales y ciudadanas, denuncia que “en nombre de la seguridad para los deportistas y participantes en los Juegos, tropas militares ocupan barrios pobres, se expulsan violentamente miles de familias de sus hogares (que estaban en los alrededores de los locales deportivos), se persigue como nunca a los vendedores ambulantes y a los que viven en las calles”. Esta verdadera “limpieza social” va de la mano de una inversión de 2.600 millones de dólares en los Juegos. La criminalización de la pobreza no es más que el anverso de la alianza con el capital financiero.
Lo que sucede en Brasil es fotocopia de lo que viene pasando hace 17 años en Chile bajo un gobierno de alianza entre la democracia cristiana y los socialistas. Y no está muy lejos de la política que promueve el gobierno uruguayo, cuya ministra del Interior prometió mano dura con los manifestantes radicales (“alguien tiene que poner límites”, dijo) mientras el presidente Tabaré Vázquez estrecha su alianza con Washington.
Esa es la política que explica el triunfo de Macri. Cuando se produjo el incendio de la discoteca Cromañón, en la que murieron casi 200 jóvenes en diciembre de 2004, los políticos progresistas hicieron cálculos para librarse de responsabilidades en vez de apoyar incondicionalmente a las víctimas. Actitudes de ese tipo, que antes eran patrimonio de las derechas clásicas, son la sque generan desconfianzas entre los jóvenes que se niegan a acudir a las urnas para votar por el mal menor. Organismos de derechos humanos denuncian que el “gatillo fácil” (la muerte de jóvenes pobres a manos de la policía) sigue creciendo pese al discurso de Néstor Kirchner contra el genocidio de la dictadura militar.
¿Qué queda de la oleada popular de fines del siglo pasado? Por arriba, un par de gobiernos, tal vez tres, enfrentados al imperio y al capital financiero y que buscan alguna forma de salir del modelo imperante. Por abajo, mayor organización pero sobre todo más conciencia de las potencialidades para vetar proyectos de las elites. Pero reina, a su vez, una gran confusión alentada por discursos oportunistas como la cerrada defensa de Lula del etanol porque contribuye a preservar el medio ambiente. Peor aún: la interación regional, que podría haber sido un saldo positivo de los gobiernos progresistas, conoce un verdadero retroceso ante la oposición del parlamento de Brasil al ingreso de Venezuela al Mercosur.
Pese a todo, en la región andina parece que se empieza a dibujar un nuevo activismo social, tanto en Bolivia –donde Evo Morales tiene dificultades con algunos movimientos- así como en Perú, donde acaba de registrarse una importante huelga general. Por el contrario, en los países del Cono Sur, con la probable excepción de Paraguay donde el ex obispo Fernando Lugo puede desplazar por vez primera al Partido Colorado del gobierno, son las derechas las que están levantando cabeza y pautando la agenda política. Aunque en las elecciones argentinas de octubre lo más probable es un triunfo de Cristina Kirchner, todo indica que el tiempo de los cambios de fondo quedó atrás en que lo desde ya puede considerarse como una ocasión perdida