Muchas veces me pregunté cómo en el pequeño pueblo de San Juan y Martínez, vinieron al mundo dos talentos tan extraordinariamente relevantes, y qué temprano se fueron. Eso indica que no hay nada pequeño para ser grande, y que el azar siempre suele dispersar por el universo los talentos, y caen como estrellas en un pesebre, en un bohío, en cualquier parte. Es por eso que esa nueva generación tiene que ser el centro de nuestra vida inmediata.
A nadie se le oculta quizás se ha dicho tantas veces, que es lo histórico, que es lo importante, sería casi un desliz del oficio que haría impopular el mensaje, que estamos en un momento muy particular. Hay, efectivamente, una inflexión en este momento y hay que percatarse de eso porque es así y es cierto. Quizá nunca se percibió tanta inquietud ni se percibió tanta expectativa ni tanta esperanza. Recuerdo que la última sagacidad de la monarquía francesa, antes de la Revolución, fue la convocatoria a los estados generales. Cuando los convocó, se rompieron de pronto las puertas de la convención y muchos atavismos de la sociedad; ocurrió un hecho extraordinario: era como el florecimiento de lo que ellos llamaron el árbol de la razón pura. Exactamente igual ocurre hoy.
Hace ya algún tiempo, casi dos años, los estados generales fueron convocados. ¿Y cuáles eran esos estados generales?: los estados de opinión. Desde los diversos estamentos de la sociedad, los estados de opinión reflejaron una serie de angustias y preocupaciones, cuando en casi medio siglo se había luchado por una utopía de la cual todos nosotros hemos sido partícipes y también, en muchos casos, afortunados testigos.
Era lógico que en medio de esa gran borrasca ocurriesen hechos a veces impredecibles. Muchos de los presentes nos vimos de pronto vapuleados sin estar preparados para un cambio social que sería de jerarquía mundial. Cuando ocurren las grandes revoluciones, el mundo se pone de cabeza. Y quizá es un propósito de los revolucionarios el hacerlo: todo tiene que cambiar y tiene que ser cambiado. Alguien exclamó que se armaría un rollo de tal magnitud, que se haría imposible recomponer al pasado; pero resultó que llegamos a la conclusión de que era indispensable, para ir al futuro, tomar el hilo conductor del pasado. Se hizo muy evidente para los cubanos en aquel año crucial de 1968. Se pronunciaron entonces unas palabras que lograron poner en su lugar las estatuas que temblaban sobre sus pedestales. Nosotros, entonces, habríamos sido como ellos; ellos, hoy, como nosotros. Esta realidad, ese pensamiento iluminador, enfrentó a la necesaria presencia delirante de lo jacobino, a la prudencia necesaria y quizá más revolucionaria y radical de los que no pensaban igual. El tiempo ha pasado desde entonces y la inflexión está entre nosotros.
Hay que decir, para no caer en parábolas innecesarias ni hacer hipérboles, que después del discurso en la Asamblea Nacional del General Presidente Raúl Castro Ruz, se abrió una situación enteramente nueva para Cuba. Era distinto en la víspera a lo que es ahora, en las postrimerías.
Y yo me pregunto: ¿qué debemos hacer nosotros, inquietos pensadores, pintores iluminados, artistas que han logrado hacer lo que se han propuesto hacer —a veces con incomprensiones o a veces soportando juicios equívocos—, pero a nadie se le pidió jamás que hiciese la interpretación fría de la realidad y que la trasladara a la literatura o al arte? Cuando muchos lloraban en el mundo porque las escuelas de arte estaban quebrantadas, en un debate internacional en que había tantos que criticaban la supuesta desidia sobre esos monumentos que serían la obra arquitectónica más representativa de nuestro tiempo, se me ocurrió pensar en la bella imagen de la crisálida y la mariposa. ¿Qué era más importante, en última instancia, una montaña de ladrillos o la mariposa que había volado desde el interior de aquellos espacios? Todo cuanto valía en la música, en la danza y el pensamiento, había surgido precisamente del seno de la hermosa crisálida ruinosa. El tiempo nos ha demostrado que fue muy importante vivir para verlo.
Cuando hace unos días celebrábamos el aniversario 90 de Alicia, resulta que para muchos era quizá la perseverancia de vivir, de sobreponerse a las limitaciones físicas e inclusive a la percepción de la realidad. Yo recordaba un pensamiento de Dulce María: dijo una vez que una luz interior nos permite interpretar las cosas; entonces, no importa dejar de ver, lo importante es que hay quienes ven y no entienden, quienes escuchan y no oyen. Por eso, hoy tenemos que escuchar y sentir.
Quizá nuestra máxima urgencia es pensar que cada uno de nosotros está rodeado de quienes nos han de continuar y defender con la misma fortaleza lo que nosotros hicimos en su momento: cuando la Nueva Trova impulsó en sus melodías y sus poemas el pensamiento de su generación, muchos no lo entendieron, pero hoy están consagrados; cuando muchos consideraban que el arte de la danza era una especie de eco espectral de un pasado elitista, ella fue reconocida por el mundo entero y se colocaron laureles al pie de un monumento vivo; cuando muchos, en su momento, escribieron libros que pudieron ser para algunos prácticamente herejías, surgió de su estoicismo y su lealtad la fortaleza para ser reconocidos.
Por eso, en este momento, cuando el cine cubano presenta una obra tan bella como José Martí: el ojo del canario, nos sentimos todos muy contentos. Esa obra hermosa no es más que la expresión de obras anteriores, de creaciones maravillosas de los que hicieron El Mégano, de los que soñaron con el Nuevo Cine Latinoamericano, de los que viajaron por el mundo para hacer lo suyo; fue la obra de Santiago Álvarez, de Julio García Espinosa y de Alfredo Guevara quien, por cierto, en las próximas horas estará de cumpleaños. Desde aquí enviamos un saludo a ese pensador joven, que supo hacer con su vida un ejemplo de que es importantísima, además de la sabiduría, la singularidad: cada uno de nosotros somos singulares, y eso es hoy reconocido en el género, en la forma de vivir y de vestir, en la forma de esperanzar y de soñar.
Creo verdaderamente —y lo digo por convicción— que la hora de la Cuba actual no sería suficientemente esperanzadora, si ustedes no estuviesen convencidos, en su corazón, de que esta es la oportunidad. Raúl no dijo “quizá sea la última oportunidad”; dijo: “esta es la última oportunidad”. Hizo una apelación a muchos, a millones, particularmente a quienes nosotros representamos. Creo que nuestro deber más profundo y más grande es hacer el último esfuerzo para que nuestro tiempo no se pierda. No puede haber restauración —como decían los revolucionarios franceses en la Comuna de París— sin restauración del pasado, con sus inequidades, discriminaciones y miserias; no puede haber de ninguna manera un regreso de los Borbones, porque sería tan espantoso como haber perdido el tiempo de una sola vida de cualquiera de nosotros.
Considero sin egoísmo ni egolatría que nuestras vidas, en este sentido, han sido importantes. Todos hemos tenido que estar armados para defendernos de un adversario real; pero también para defendernos de esa poderosa fuerza interna, a veces negativa, a la que se refiere Fidel en el último e iluminado pensamiento sobre el concepto Revolución. Cuando lo releí, vi que muchos se detienen en el concepto de cambiar todo lo necesario; pero que había uno más críptico y enigmático: había que enfrentar poderosas fuerzas externas e internas. ¿Cuáles eran las internas?: las que están con la cabeza, pero no con el corazón. Un día le preguntaba un diputado a Raúl Roa, en la Asamblea: ¿qué quiere decir usted, doctor, cuando habla de “estar concorde”? Y él dijo: “estar concorde quiere decir con el corazón”, viene del latín cardio y se relaciona con la fraternidad, pero también con el compromiso.
En este día, cuando el año termina y vamos a comenzar el año 11, estamos a las puertas del puente y del camino: vamos a atravesarlo juntos; solos, sería imposible. Vamos a acompañar a quienes nos precedieron en el tiempo y cuyos sufrimientos e iluminaciones no fueron menos importantes: a los pintores, a los artistas, a los poetas, a quienes les tocó vivir otra época. ¿Qué habría ocurrido si en vez de tocarnos vivir ahora, hubiésemos vivido en el 68, cuando el Capitán General reunió a los intelectuales y les dijo: “el que no está conmigo, está contra mí”, y comenzó la terrible diáspora? ¿Qué habría sido de nosotros si hubiésemos encarnado la suerte de Heredia o de Plácido? ¿Si hubiesen recaído sobre nuestra obra tan terribles acusaciones? Algunos que pudieron verse —en un momento preciso— en un laberinto de incomprensiones, han logrado por su tesón vencerlas. Están aquí y tienen sobre sus sienes una luminosa corona de laureles. Y sus heridas ya sanadas son, más que lamentos, condecoraciones.
Fragmentos de las palabras de Eusebio Leal en el reconocimiento de la UNEAC a los intelectuales y artistas cubanos. La Habana, 29 de diciembre de 2010.