Estoy aquí, sentada en la segunda fila del centro, en la platea del Teatro América, de esta mañana de enero de 2013. A mi izquierda una adolescente negra y a mi derecha una mujer blanca como de unos setenta y tantos años. Las tres pertenecemos a generaciones distintas, vivimos en barrios distintos, tenemos gustos distintos, creencias distintas; sin embargo, nos une ese misterio esencial de ser cubanas. Estamos aquí para oír los testimonios de otras mujeres que viven, batallan, sueñan y construyen la cotidianidad dura, difícil, conmovedora de estos tiempos.
El telón sube, se encienden las luces y comienzan a escucharse las voces, a verse los rostros, los gestos, a sentirse los silencios, la respiración agitada y el llanto —unas veces contenido, y otras delirante— de mujeres cubanas de Los Sitios, Cayo Hueso, Colón, Dragones y Pueblo Nuevo, todos barrios habaneros. Ellas, como quienes las escuchamos, asistimos al último momento de las Cortes de Mujeres, un proceso ético y político que durante meses tuvo lugar en cinco consejos populares de Centro Habana, el más pequeño de todos los que componen la capital cubana, con una población de unos 173 mil habitantes, donde las mujeres representan el 65 por ciento.
Las Cortes resultaron espacios para dar a conocer las resistencias y las múltiples iniciativas puestas en práctica por las mujeres para enfrentar problemas y conflictos cotidianos relacionados con el deterioro del fondo habitacional, la carencia de áreas deportivas y culturales, la contaminación ambiental y los índices delictivos, presentes en este municipio habanero.
Pero contar una vida, con sus luces y sus sombras y frente a un público diverso, integrado por personas de las más variadas edades, es un acto de profundo autoreconocimiento, un ejercicio consciente de autotransformación en el cual la subjetividad de estas mujeres pone a prueba su capacidad para continuar trabajando por la solidaridad, la cooperación, el cuidado y la integración social comunitaria.
Mientras escuchaba los testimonios todo mi ser se estremecía y no dejaba de pensar en mi hija, ahora ausente de estas sesiones, en las muchachas y los muchachos de su generación que viven en el remolino confuso de estos tiempos llenos de incertidumbres, de posesiones, de tenencias por encima de esencias; no dejaba de pensar en la obra de teatro Abracadabra, en las personas que perdieron recientemente sus viviendas en Santiago y Holguín y en cientos de cubanas y cubanos que antes, en 2008, sufrieron los embates de los huracanes Ike y Gustav; en mis amigos profesores de la Isla de la Juventud, Pinar del Río y otros tantos sitios de la geografía insular que viven en albergues, esperando año tras año la posibilidad de tener una vivienda digna. Alguna vez habría que filmar los testimonios de cubanas y cubanos que han vivido en albergues buena parte de sus vidas. Allí han nacido y crecido varias generaciones de niñas y niños.
Muchas veces he sentido el impulso de escribir esas historias y estas otras que llegan ahora y se cuelan en mi memoria y la van enriqueciendo de emociones y sentidos cuando escucho los testimonios de Nuvia, Andrea, Isis —a quien obligaron a reprimir su identidad de mujer desde la niñez— o la mujer que, a pura entereza y tenacidad, burló la amputación de su pierna izquierda, defendió su integridad y logró caminar y valerse por sí misma para autoafirmarse como cubana, trabajadora de la salud, madre e hija.
No paro de llorar y mi pecho se agita como si adentro crecieran miles de pájaros. Miro a la niña y a la mujer que me han acompañado y ellas también lloran. Entonces comprendo la intensidad de este momento, cuando se echan afuera “los demonios” propios y ajenos: las discriminaciones, el racismo, el abuso de poder, la violencia, las dominaciones, y las palabras tantas veces contenidas. Hoy, en las voces de estas mujeres, el silencio se ha hecho grito para visibilizar y concientizar su resistencia y creatividad en la lucha contra el patriarcado y por la justicia social.
Las Cortes de Mujeres, primer ejercicio vivencial de los Talleres de Paradigmas Emancipatorios —que este 2013 cumplen diez años de organizados— siguen siendo desafíos para el pensamiento académico y popular, para las prácticas comunitarias, la educación y cultura cubanas, pues ellas retan la construcción de alternativas desde una nueva lógica de convivencia humana, aquella que le da la posibilidad a cualquier persona de ser y hacer por su país, por su ciudad, por su localidad, por su familia y por sí misma.
La fuerza de estas historias no está sólo en el ejercicio prístino de decir, de echar afuera las palabras, sino en lo que implica esa palabra que sale a caminar y a construir también desde la alegría de ser y sentirse mujeres blancas, negras, jóvenes o viejas, diferentemente capacitadas o cuando teniendo un cuerpo de hombre se piensa y se siente como mujer, pero, sobre todo, cuando, por encima de cualquier prejuicio o dominación, se defiende el sentido de ser parte de algo que es inmensamente más grande: una Cuba plural, mestiza y solidaria.