Caminos
12/Oct/2006 20:13
Tepic, Nayarit, México.
Buenas mediodías.
Agradecemos a la Otra Campaña en Nayarit, al Partido de los Comunistas y a la Juventud Comunista de México, la hospitalidad y este espacio para la palabra. Agradecemos también la compañía de miembros del Congreso Nacional Indígena y del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, con quienes compartimos la demanda de libertad y justicia para las presas y presos de Atenco.
El que fue antes el médico de una columna guerrillera, describía de la siguiente forma, algo ocurrido hace 50 años:
“Quedé tendido; disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido.
“Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo. Alguien, de rodillas, gritaba que había que rendirse y se oyó atrás una voz, que después supe pertenecía a Camilo Cienfuegos, gritando:
“Aquí no se rinde nadie” y una palabrota después” (Pasajes de la Guerra Revolucionaria). Dos años después de aquel diciembre de 1956, el mismo médico, pero siendo ya Comandante del Ejército Rebelde (o sea un ex médico), condujo a sus tropas a la victoria en una de las páginas más rillantes de la historia militar de América Latina, la Batalla de Santa Clara, destrozando la columna vertebral del ejército del dictador Batista en la víspera del triunfo de la Revolución Cubana.
El nombre de aquel médico, y después comandante, era Ernesto Guevara de la Serna, quien tiempo después sería conocido en todo el mundo como el Che Guevara.
Y, 50 años después de aquel combate de Alegría de Pío, las palabras de Camilo Cienfuegos siguen alimentando el andar y luchar de esa solitaria estrella de dignidad que brilla en el Caribe: Cuba.
A lo largo de esta mezcla de dolor y esperanza que es América Latina, las palabras de Camilo Cienfuegos también se han repetido y hecho convicción y camino.
Y mucho tiempo antes, cuando el castellano no dominaba la palabra de estos suelos, la firmeza en la resistencia y la lucha tenía la voz del Purépecha, del Mayo, del Seri, del Yaqui, del Cora, del Wixaritari, del Rarámuri, del Nahuátl, del Pápago, del Pima, del Tepehua, del Kikapú, del Kiliwa, del Kumiai, del Paipai.
La resistencia frente al dominio del poderoso habló también en la lengua de los pueblos Aguacateco, Amuzgo, Cakchiquel, Chatino, Chichimeca, Chinanteco, Chocho, Chontal, Chuj, Cochimi, Cucapá, Cuicateco, Guarijío, Huasteco, Huave, Ixcateco, Ixil, Jacalteco, Maya, Popoloca, Quiché, Solteco, Tacuate, Tepehuan, Tlapaneco, Kanjobal, Kekchí, Lacandón, Matlatzinca, Mazahua, Mixe, Mixteco, Motozintleco, Ocuilteco, Opata, Ñah ñú-otomí, Pame, Popoluco, Triqui, Zapoteco, Totonaco.
Y en las montañas del sureste mexicano tuvo canto de lucha en la palabra del Tzeltal, del Tzotzil, del Tojolabal, del Chol, del Zoque y del Mame en las comunidades indígenas que después sumarían a su nombre el de “zapatistas”.
Y esta palabra pretendió ser ignorada por españoles, norteamericanos, franceses, británicos, japoneses, koreanos, y las distintas banderas con las que el dinero ha cubierto su afán de destrucción y ganancias.
Hay un documento por ahí, ignorado por las modas intelectuales recientes, que entre otras cosas, presenta una muy completa lección de historia, la II Declaración de la Habana. En ella se dice “Treinta y dos millones de indios vertebran -tanto como la misma Cordillera de los Andes – el continente americano entero. Claro que para quienes la han considerado casi como una cosa, más que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían que nunca contaría.” (II Declaración de La Habana. 1962).
Que los poderosos del continente no contaran con los pueblos indios no es de extrañar. Pero el reproche alcanza también a la izquierda ortodoxa latinoamericana. La que, todavía hasta el día de hoy, sigue sin contar a los pueblos indios con su propia identidad, su historia, su cultura, su tradición de rebeldía.
Aún después de las luminosas lecciones de los indígenas en Chile, en Bolivia y en el Ecuador; después de las lecciones de dignidad de los pueblos originarios en la presuntuosa Unión Americana; después de los ejemplos de construcción de alternativas anticapitalistas en la organización social de los pueblos indios de México; aún después del alzamiento de los indígenas zapatistas, justo cuando, sobre los escombros del Muro de Berlín y del campo socialista en Europa, el poderoso declaraba la culminación de los tiempos con él arriba y dominando; aún después de todo esto, los indígenas mexicanos siguen sin contar para un importante sector de las organizaciones políticas de izquierda de nuestro país.
Como no cuentan, tampoco, los esfuerzos anticapitalistas y autogestionarios de cultura e información, de grupos y colectivos de jóvenes anarquistas y libertarios.
Pero las grandes transformaciones sociales, las que cambian radicalmente la faz del mundo, se hacen sin el permiso de manuales y de esquemas tan cuadrados como el pensamiento de quienes los hacen, difunden y defienden.
Nosotros, los pueblos zapatistas, somos pueblos indios de México, y lo somos también de América. En esa patria grande encontramos, abajo, el espejo moreno de nuestro dolor y la morena esperanza de nuestra lucha.