Por Marilin Peña Pérez_
Le conocía de mucho antes por ser una figura pública que siempre deleitaba con sus apasionadas historias sobre cualquier hecho, heróe, acontecimiento o lugar histórico pero no fue hasta que trabajé en el Plan Maestro de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Santiago de Cuba, que pude tenerlo más cerca y escucharlo atentamente en diferentes momentos en el dificil y común camino elegido de salvaguardar el patrimonio de la nación.
De él recuerdo su andar pausado, su voz fuerte y determinada pero a la vez suave, que podía escucharse por mucho tiempo y llegaba a encantar. Cuando narraba lograba que uno sintiera la historia que contaba o lograra reflexionar hondamente sobre lo que decía. Me asombraba siempre su hondo y amplio conocimiento que ponía con humildad al diálogo con otros.
Me llamaba la atención su devoción por La Habana, pero nunca escuché decirle que era la mejor ciudad ni nada por el estilo. Sin embargo, muchas veces si le escuché decir, que cada ciudad era como un buen vino, cada una tenía su propio sabor.
Conozco parte de su equipo de trabajo y su dedicación a formar defensores y promotores del patrimonio, de su preocupación porque la rehabilitación física acompañanara siempre la rehabilitación social, de la necesidad de articular actores y generar participación en los procesos de recuperación de edificaciones, barrios, espacios públicos, de su preocupación y confianza en la juventud, de su fe en la cultura como eje del desarrollo y salvadora de la identidad nacional.
Fue un patriota ejemplar, perseverante y critíco de nuestra obra imperfecta, pero para mí fue sobre todo un fundador, un inspirador de batallas que parecían imposibles, un político al que varias veces le oi decir que gobernar es obedecer y que las manos hacen lo que el corazón manda.
Nos hacen falta muchos Eusebios.