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Virtud hipocrática ¿circunstancia o esencia?

Por: Ariel Dacal Díaz

Las circunstancias actuales ponen altavoz a dos preguntas: ¿es completa una práctica médica sin virtud?, ¿es la virtud “instrumental” médico solo en las crisis?

En cada área de la vida, en cada profesión, oficio, en la cotidianidad, la virtud es un arquetipo moral que deriva en el imperativo ético de producir efectos positivos, tener disposición permanente para hacer el bien. En el mundo de los cuidados y las curaciones, la virtud se desparrama en exigencias.

Es una lección reciente que el personal de salud merece más reconocimiento y admiración que los “famosos” y las “famosas” de ocasión. Es una lección que el empeño, la entrega y el sacrificio salvan. Es una lección que la sensibilidad cura, o al menos alivia.   

En tiempo de pandemia, de urgencias por la sobrevivencia, la virtud hipocrática ha hecho gala: ir por la vida a cada minuto, sobreponerse al agotamiento y la angustia, reconciliar afectos y rigor profesional.

Tal virtud, cuyo propósito es el bien y la salud de las personas, va más allá de la conducta individual. Devela que la salud humana es un tema político, comprende que el problema histórico concreto es el neoliberavirus, diagnostica que vida y mercantilización nunca serán compatibles, y declara, ante tamaño desafío, la consigna de: doctoras y doctores de todos los países ¡uníos! 

Las crisis sacan lo mejor del ser humano. Es cierto. Igual sacan sus límites, sus parcelas turbias. En este tiempo, la virtud ha visto, también, el rostro del egoísmo que la niega, ha enfrentado la desidia, ha padecido frente al pago al contado, hábitos que viven en el mundo hipocrático.

Se ha visto, además, que las ciencias médicas pueden ser soldadesca de la virtud o del vicio. Son las decisiones políticas en general, y humanas en particular, las que la colocan en uno u otro sitio.

Una idea con fuerza recorre el mundo: no podemos regresar a la normalidad de la que venimos, hay que crear otra normalidad. En ese escenario, la virtud hipocrática tiene mucho que proponer, enmendar, enraizar.

El mundo del cuidado y la curación tiene que ser cada vez más ético, más político, más sensible, más humano, más apegado a la vocación de servicio que sustentan muchas religiones y filosofías.

Estos preceptos no tienen mucho sentido si solo emergen en las grandes crisis, si resultan breves destellos épicos, si no exigen remover las estructuras sociales y paradigmáticas que llevaron al planeta a este desastre.   

El tema de los servicios de salud exige centralidad en las agendas políticas postpandemia, lo que incluye el debate del rol del Estado respecto a la vida humana, el replanteo de la relación entre ganancia y derechos humanos, el carácter público, gratuito y accesible del sistema de salud, el rol de la ciencia ¿en función de la vida o del Capital?

Estos puntos son necesarios, pero no suficientes. El servicio como virtud, el compromiso con la vida y la sensibilidad en cada espacio y circunstancia, son una exigencia ética. La virtud vive en las actitudes, no en los manifiestos. Echa raíz en la cotidianidad, se evapora cuando responde solo a episodios más o menos extremos y cuando convive adaptativamente con los órdenes sociales que la obstruyen.

Entender que cada vida humana vale todo el esfuerzo, asumir que ninguna persona puede ser desechada por su edad, raza, clase social, género u origen territorial, exige tanto infraestructura que lo sostenga, como opción ética y política que lo condicione.

La virtud hipocrática ha de ser el regulador de toda solución práctica a los problemas de salud. Visto desde otra perspectiva, solo un orden social comunitario, erigido alrededor del cuidado por la vida, podrá impulsar, sostener y expandir sistemas de salud realizadores de tal virtud.

La interpretación del cuidado, no como preocupación o problema, sino como responsabilidad y protección, demanda comprender que el ser humano está inserto en el mundo y no se puede concebir fuera de él. Todo lo que implica “cuidar de” y “velar por”, envuelve el cuidado de las cosas, de los otros y las otras. El cuidado de la existencia como manifestación del dasein, ese estar siendo en el mundo, descrito por Haidegger.

La comprensión del cuidado se articula al cultivo amoroso de la vida en todas sus expresiones, humanas y naturales. Se ensancha el sentido de responsabilidad solidaria y el reconocimiento de nuestra condición interdependiente. Comprensión para la cual el afecto, la equivalencia, el equilibrio, la reciprocidad, no son restringibles a la vida humana.

El ser humano tiene un tipo de comportamiento violento con la naturaleza. No se adapta a ella, sino que la obliga a adaptarse a sus intereses, dominante entre ellos la acumulación de riqueza a partir de la explotación sistemática de los bienes naturales y de unas personas sobre otras.

Queda claro que la cuestión es ética antes que científica. Una ética del cuidado, de respeto también a los ritmos de la Tierra. Pasión por el cuidado y compromiso serio de amor, de responsabilidad y de compasión. Movidos por una espiritualidad que, al decir de Boff, es un dato originario y antropológico como la inteligencia y la voluntad, cuyo alimento son bienes no tangibles como el amor, la amistad, la convivencia amigable, la compasión y el cuidado.

El cuidado como responsabilidad ciudadana, actitud ante lo comunitario, ante el entorno que compartimos y con el que convivimos. Cuidado como la calidad de las relaciones que establecemos entre las personas y con la naturaleza. Esta interrelación ha derivado en el término: cuidadanía. Significa cooperar y compartir, en oposición a competir y acumular. Es una concepción diferente sobre el orden de las cosas. Implica transformación práctica en la cotidianidad, los hábitos y las actitudes. Proyecta desafíos culturales, políticos y normativos.

Si se asume que velar por la salud no se reduce a la vida humana, sino a toda la existencia, la superación de la actual crisis sanitaria demanda modelos de asistencia médica que asuman el paradigma del cuidado en una expresión vinculante de la política y la economía.

La virtud sin orden social, espiritual y conductual que la sostenga, será reducto de opciones personales y respuesta a circunstancias más o menos efímeras. Por el contrario, la virtud como esencia moderadora, disposición permanente para hacer el bien, es la única posibilidad de trascender el “garabato de humanidad” que nos ha traído hasta aquí.  

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