Home Resumen Semanal No. 18-2012 Sombras de la inquisición

Sombras de la inquisición

Hoy es un día triste para mí. Me duele en lo profundo de mi corazón, en la médula de mi fe cristiana. Conozco a Sobrino desde hace mucho. Estuvimos asesorando a los obispos latinoamericanos en Puebla, en 1979, con ocasión de la primera visita del papa Juan Pablo 2º a nuestro continente. Participamos juntos en muchos actos, empeñados en alimentar la fe de las comunidades eclesiales de base que, hoy, convierten a América Latina en la región con mayor número de católicos en el mundo.

Sobrino es acusado de que en sus obras teológicas no da suficiente énfasis a la conciencia divina del Jesús histórico. Se le prohíbe por tanto dar clases de teología, y todos sus escritos futuros deberán ser sometidos a previa censura vaticana.

El parecer condenatorio de la comisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) parte, sin duda, de prejuicios. La lectura atenta de las obras de Sobrino revela que en ningún momento niega él la divinidad de Jesús. La niega el docetismo, herejía ya condenada por la Iglesia en los primeros siglos de la era cristiana, basada en la idea de que Jesús, de humano sólo tenía la apariencia, pues en todo lo demás era divino. Lo cual haría de la encarnación un embuste y daría alas a la fantasía de que en la Palestina del siglo 1º el hombre Jesús, dotado de omnisciencia, muy bien podía haber previsto el actual conflicto entre palestinos y judíos…

Los evangelios muestran claramente que Jesús tenía conciencia de su filiación divina. Al contrario de sus contemporáneos, trataba a Yavé de manera muy íntima, cariñosa: Abba, ‘mi papá querido’, una rara expresión aramea la lengua que Jesús hablaba, según consta en el texto bíblico. Con todo, esos mismos evangelios muestran que Jesús, como todos nosotros, sufrió tentaciones, tuvo miedo a la muerte, lloró, experimentó la soledad, pidió al Padre que si era posible le apartase el cáliz de sangre; o sea, fue igual a nosotros en todo, como afirma Pablo en la carta a los Filipenses, excepto en el pecado, pues amaba como sólo Dios ama.

Roma, sin duda, aún padece del platonismo impregnado en la teología liberal desde san Agustín. Habla de la divinidad como si fuese contraria a la humanidad. Pero la Creación divina es indivisible. Como dice Pablo: “En él (Dios) vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los Apóstoles 17,28).

Bien dice Leonardo Boff al referirse a Jesús: “Tan humano así como él fue, sólo podía ser también Dios”. Nuestra humanidad no es la negación de la divinidad, así como no lo era la de Jesús. La divinidad es la plenitud de la humanidad y ésta es preanuncio de aquélla. “Somos de la raza divina”, afirmó Pablo a los atenienses (Hechos 17,28).

Roma, que juega tanto con los símbolos, parece despreciar a América Latina al ignorar que Jon Sobrino vive en El Salvador, cuyo arzobispo, Oscar A. Romero, fue asesinado por las fuerzas de la derecha al celebrar misa en la capilla de un hospital en 1980. El próximo día 24 se conmemoran 27 años de su martirio. Sobrino vive en San Salvador, en la misma casa en la que, en 1989, cuatro sacerdotes jesuitas, más la cocinera y su hija de 15 años, fueron asesinados por un escuadrón de la muerte.

¿Cómo se va a renovar la Iglesia si sus mejores cabezas están bajo la guillotina de quien encuentra herejía donde hay fidelidad al Espíritu Santo? Hans Kung en 1975 y 1980; Jacques Pohier en 1979; E. Schillebeeckx en 1980, 1984 y 1986; Leonardo Boff en 1985; Charles Curran en 1986; Tissa Balasuriya en 1997; Anthony de Mello en 1998; Reinhard Messner en 2000; Jacques Dupuis y Marciano Vidal en 2001; Roger Haight en 2004. Ninguno de ellos, sin embargo, fue excomulgado, como pregonan los fundamentalistas católicos.

Lo que hay tras la censura a Jon Sobrino es la visión latinoamericana de un Jesús que no es blanco ni tiene ojos azules. Un Jesús indígena, negro, moreno, migrante; Jesús mujer, marginado, excluido. El Jesús descrito en el capítulo 25 de Mateo: hambriento, sediento, harapiento, enfermo, peregrino. Jesús que se identifica con los condenados de la Tierra y dirá a todos que, ante tanta miseria, deben portarse como el buen samaritano: “Lo que ustedes hagan a uno de mis pequeños hermanos, a mí me lo hacen” (Mateo 25,40).

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