Me alegra mucho ver que las Jornadas se han consolidado, van siendo cada vez más populares, cada vez se incorporan más organizaciones y personalidades y, de hecho, se han convertido en un punto de referencia no sólo para las demás provincias, sino también para varios países en el mundo.
Y no es chovinismo mío. El otro día, en la Conferencia de Prensa, Mariela se refería a esto y decía algo cierto: hemos conocido ya de varios países que han seguido nuestra experiencia y están realizando sus actividades principales del año, a favor de los derechos de las personas LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transgéneros), alrededor del 17 de mayo, enfocando el problema en la homofobia (inclúyase con esto la lesbofobia, la transfobia y la bifobia) como el problema contra el que debemos concentrar todos nuestros esfuerzos.
Tras estos cuatro años creo que podemos destacar logros importantes. Es mi apreciación, que comparto con mis más allegados, que la gente está empezando a ver la diversidad sexual de una forma más relajada (al menos en La Habana). En muchos lugares las personas hablan con mayor soltura sobre el tema y sólo aquellos extremistas (o “fundamentalistas” de cualquier religión o ideología) aún se mantienen renuentes a verlo de forma objetiva, revolucionaria.
Como parte de este proceso, y para satisfacción de reclamos anteriores en estas mismas Jornadas, vemos con placer que han empezado a surgir fiestas en lugares públicos y estatales (algunos más baratos que otros), con nombres muy sugerentes: el “Divino”, el “Dotado”, el “Olimpo”… se me ocurre pensar que tal vez habría que buscar la manera de ser menos sexistas y hacer referencia en sus nombres también a las “divinas” y “dotadas”, que no son pocas (o “divines” y “dotades”, para salirnos del binarismo de género).
Hemos conocido también que, durante el último año, especialistas y activistas del CENESEX han realizado capacitaciones a los jueces y con oficiales de la Policía, como una práctica que ya está empezado a dar buenos resultados y que continuará aplicándose. Alguien que participó en estos cursos me comentó, con sorpresa, que algunos policías ya empiezan a hablar con “enfoque de género” y de “diversidad sexual” con soltura, sobre todo entre los oficiales… hará falta seguir trabajando para que esa educación sexual les llegue también, con la misma fuerza, a todos sus integrantes.
Sin embargo, me parece que uno de los mejores logros que hemos tenido a nivel social está en que (me atrevería a decir) una gran parte de las personas han aprendido ya lo que es la homofobia; y saben, además, que no es buena, que no forma parte de los valores humanos positivos. O como dijo el amigo Paquito al periódico La Jornada hace unos días: “ya en Cuba no es políticamente correcto ser homófobo”.
En muchos lugares uno se sorprende escuchando a personas decir “Yo no soy homófobo” (como también muchas personas repiten, a veces sin pensarlo bien: “yo no soy racista”). Aclaro que esto no necesariamente significa que hayan superado sus prejuicios, pero sí expresa que han recibido el mensaje de que la discriminación por orientación sexual e identidad de género hace daño. Y mucho. Como le escuché decir hace pocos días a un alto funcionario político de nuestro país: “la homofobia es un problema de un profundo dramatismo humano”.
Esto me hace recordar que mi primer encuentro con la más cruel homofobia fue cuando apenas tenía unos 10 años. En la beca secundaria de uno de mis hermanos mayores, un conocido compañerito de aula (tocayo mío, por cierto) era el motivo de burla permanente por su evidente afeminamiento. Crecí escuchando con frecuencia las injustas historias sobre el rechazo que recibía en la escuela, el maltrato de los abusadores y, con mayor tristeza, la actitud de sus padres (gente aparentemente culta), que hacían lo posible y lo imposible por “guiar” al muchacho por “el buen camino”.
Esta historia tuvo un triste final cuando el adolescente, incomprendido por la sociedad y sin herramientas para salir de su agobio, decidió poner fin a su vida. Para mí, para mis hermanos y para los compañeritos del aula fue una lección dramática del daño que hace la homofobia. Y a mí que ya en aquellos momentos se iban perfilando mis inquietudes sexuales me enseñó particularmente lo que la sociedad no estaba dispuesta a asimilar en un varón, o sea, lo que no podía hacer si quería ser aceptado. Y estoy seguro que muchos estarán pensando en ejemplos similares.
Entiendo el desespero de las personas que han sufrido este tipo de violencia, que en lo personal no tuve. Sin embargo, a mí me dio un gran impulso para tratar de entender la complejidad social de un país que, a pesar de haber hecho mucho por el ser humano, necesita de mejorar mucho para evitar estos dramas humanos. Y su ejemplo me ha servido también para trabajar, desde el activismo que estamos haciendo en las redes sociales aquí representadas, por cambiar todo lo que deba ser cambiado y lograr ese principio martiano de “conquistar toda la justicia”.
Este, junto a los crímenes de odio, son el extremo más cruel de la homofobia. Afortunadamente hace ya tiempo que no escucho ejemplos de este tipo (no dudo que todavía puedan existir algunos) y tengo la impresión de que no es el tipo de homofobia que más nos afecta en estos momentos, pero que continúa existiendo en muchas partes del mundo, incluso en nuestro entorno más cercano.
Hay muchas otras expresiones de la homofobia que también hacen mucho daño, que en muchas ocasiones hace sentir a la gente sin salida, contra las que tenemos que luchar todas y todos, en todo momento (y me incluyo a mí mismo, porque yo también nací y crecí en una familia y una sociedad machista, donde interiorizamos la homofobia como algo habitual).
Son los casos de burla y choteo, en centros de estudio o trabajo; los chistes discriminatorios, en presentaciones supuestamente humorísticas que buscan la risa fácil; la exclusión en puestos de trabajo o de tareas estudiantiles y laborales, por el aquello de “¿cuál va a ser la imagen que van a tener de nuestra empresa!”; las medidas arbitrarias contra personas por su forma de lucir, sus gestos, sus ropas o sus gustos, por estar situados en lugares supuestamente “sospechosos”, por hacer cosas supuestamente “prohibidas” en regulaciones que no existen; las leyes que no permiten a parejas del mismo sexo que llevan años viviendo junto, poder reclamar propiedades que le pertenecen, por no estar legalmente protegidas o protegidos; la negación de acceso a lugares públicos, porque la empresa establece que la entrada es “por parejas” (insistentemente en el estrecho concepto de la pareja hombre-mujer como el único modelo de pareja); las películas o series de televisión cortadas de repente, que te dejan con las ganas de saber el final de una historia, porque (Oh! Que horror!) después te enteras que dos hombres se daban un besito… y tantos otros ejemplos, todos con un denominador común: desde el poder que da la heterosexualidad normativa, se excluye, se rechaza, se discrimina al “diferente”.
Y el silencio. Ese mutismo que ha reinado en nuestros medios, en nuestras casas, en nuestras instituciones, sobre un tema tan humano como cualquiera y que más vale atreverse a “sacarlo del armario” antes de seguir encubriendo dobleces y falsedades. Ese temor a decir la palabra “homosexual” en un medio de prensa, a partir de prejuicios y temores infundados. Ese vacío en que se encuentra mucha gente que no sabe a dónde ir, ni qué hacer, cuando tiene que enfrentar una realidad para la que no está preparada o preparado. Esa ausencia de protección legal ante abusos evidentes, que mucha gente desaprueba, pero no se atreven a rebatir porque es “lo que está establecido”.
El otro día escuché en Radio Rebelde, en un programa que se hizo por la Jornada, la opinión de dos oyentes que aseguraban no ser homófobos… “pero” entendían que los homosexuales también tienen que saber comportarse, “para que la gente los respete”. Y hay aquí una trampa, que debemos desenredar con sumo cuidado, porque… ¿quién impone las reglas de lo que es “saber comportarse”?
Yo estoy plenamente de acuerdo en que todas y todos tenemos que saber comportarnos, en todo momento. Heterosexuales, homosexuales, travestis… la educación, la responsabilidad y el respeto tienen que formar parte de nuestras vidas, para todas las personas por igual. Pero todas y todos también tenemos el derecho a expresar nuestra sexualidad, sin imposiciones de patrones hegemónicos que nos indiquen el “cómo” o el “cuánto”. También tenemos que aprender a convivir con la forma de expresarse de las personas, siempre que no le falte el respeto a nadie, sin que necesariamente indiquen algo “inmoral” o un “mal comportamiento”.
Y hablando de estos temas, no debo dejar de mencionar la llamada “homofobia internalizada”, esa que nosotros (la población LGBT) también reproducimos, a partir de los patrones largamente aprendidos. Porque entre nosotros también existen gays que rechazan a las lesbianas, imitando el machismo más irracional, que no permite que las mujeres tengan el control; entre nosotros también existen gays que desprecian a otros gays que no siguen los rígidos patrones de género que nos impone el machismo; también existen gays que nos consideran incapaces de saber mantener el orden, de ser respetuosos en sitios públicos y saber cuidar los espacios que tenemos, o que nos hemos ganado.
Entonces estamos hablando de una batalla de ideas, de educación, de pensamiento, en la que debemos involucrarnos todas y todos. Y somos nosotros mismos, la población LGBT, los principales agentes del cambio, los que debemos trabajar intensamente contra el machismo y la homofobia en todos los lugares, a toda hora, en todos los contextos.
Porque no es sólo cuestión de cambiar las leyes, también tenemos que cambiar las mentes. Eso no se logra de un día para otro, pero necesitamos la ayuda de todas y todos: de arriba y de abajo, de un lado y del otro; porque la homofobia está visible o está oculta en cualquier rincón y puede surgir en cualquier parte; porque los actuales y futuros dirigentes del país, las personas que conforman la nación, están entre nosotros: en nuestras familias, en nuestros barrios, en nuestros centros de estudio y de trabajo. Y porque nos merecemos una sociedad donde se respete la diversidad sexual, como algo humano y natural.
Una sociedad que, inmersa en este proceso de cambios, finalmente apruebe leyes que, de forma integral, garantice la protección de los derechos de la población LGBT ante cualquier injusticia; que tenga estatutos políticos que, explícitamente, eliminen toda posibilidad de exclusión por razones de identidad de género o de orientación sexual; en la que podamos hablar abiertamente de lo diverso y pleno que puede ser la sexualidad humana, para poder ayudar a ser más felices a todas las personas.
Una sociedad que, por ahora, es una utopía… como era una utopía hace 5 años estas Jornadas contra la Homofobia, que gozan cada vez más de popularidad y a la que se suman cada vez más gentes.
Puede ser que peque de optimista… “But I’m not the only one”, como decía Lenon. Y estoy seguro que también es el sentir de muchos de ustedes.
Muchas gracias
por: Camilo García