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Tenemos que hacer algo

Aunque no sea muy profesional quiero comenzar esta reflexión bíblica con una confesión. En realidad son dos. La primera es que he estado rumeando el texto bíblico que utilizaré como referente básico desde hace unas cuantas semanas, pero sólo ayer pude sentarme para comenzar a poner mis ideas en blanco y negro, con la ayuda solidaria e indispensable del Espíritu Santo, que una vez más me mostró su condición femenina en una irrefutable experiencia de solidaridad de género. La segunda es que teóricamente un texto como el que quiero compartir con ustedes en esta noche sería objeto de mi descalificación en un examen tradicional de homilética, dado que es algo así como las películas del sábado: lenguaje de adultos, violencia y sexo. Es una porción del libro de Jueces, en la que encontramos una de esas historias bíblicas casi perdidas o ignoradas, de esas que la biblista Phyllis Trible llama “Textos de Terror”.

Pero tengo como excusa para mis colegas en el pastorado, especialmente los más apegados a la tradición de la oratoria sagrada, que es un texto de la Sagrada Escritura, gústenos o no. Una porción en donde debemos, entre todas y todos, encontrar y discernir la Palabra y la voluntad liberadora de Dios para aquellas y aquellos que creemos firmemente que en el testimonio bíblico habita lo divino tan entretejido con lo humano que es tarea nuestra, con la energía del Espíritu, encontrar la punta de la madeja que nos hará desenredar la revelación de ese plan liberador de Dios para con todo cuanto ha creado.

Por otro lado, reunirnos para poner delante de Dios la realidad que viven innumerables mujeres, familias y sociedades es un acto urgente que oportunamente hemos rescatado y espero no sólo para esta ocasión de este II Encuentro Nacional del Programa Mujer y Género del Consejo, con auspicio además del Centro Memorial Martin Luther King Jr., el Instituto Cristiano de Estudios de Género y el Seminario Evangélico de Teología de Matanzas.

Doy gracias al Señor que nos han convocado, desde diversos espacios, como decía la invitación que nos hacía Raquel Suárez a este culto ecuménico, a reconocer que “la violencia hacia la mujer es un fenómeno que se manifiesta en la familia y en la sociedad muchas veces de manera solapada. La sociedad reproduce mitos y estereotipos que contribuyen a la desigualdad entre hombres y mujeres y a partir de ahí se generan relaciones de subordinación, discriminación, subvaloración de la mujer lo cual sustenta y engendra actitudes violentas hacia ellas.” Nos recuerda además, la convocatoria, que “muchas de las mujeres afectadas por la pandemia de VIH-SIDA son víctimas de una doble marginación, además de que en no pocas ocasiones han sido infectadas producto del ejercicio de la violencia y el engaño contra ellas.”

El 25 de noviembre fue declarado el Día Internacional para la Eliminación de Violencia contra las Mujeres en el 1er Encuentro Feminista de Latinoamérica y del Caribe, celebrado en Bogotá, Colombia, entre el 18 y el 21 de julio de 1981. Estos Encuentros Feministas, son congresos de feministas de América Latina que se reúnen, cada dos o tres años, en uno de los países de América Latina con el fin de intercambiar experiencias y reflexionar sobre la situación de los movimientos de mujeres. En el primer Encuentro, las mujeres sistemáticamente denunciaron todas las formas de violencia, desde la violencia de género a nivel doméstico, la violación y el acoso sexual hasta la violencia perpetrada por el Estado, incluyendo la tortura y los abusos sufridos por prisioneras políticas. La fecha fue escogida para conmemorar el asesinato violento de las hermanas Mirabal, que fue llevado a cabo el 25 de noviembre de 1960 por la dictadura de Rafael Trujillo, en República Dominicana.

Patria, Minerva, María Teresa y Dedé Mirabal (conocidas como “las mariposas”) nacieron en Ojo de Agua, cerca a la ciudad de Salcedo, en la región de Cibao, en República Dominicana. Como activistas políticas, eran altamente visibles, cual símbolos de resistencia contra la dictadura de Trujillo. Ellas y sus esposos eran encarceladas reiteradamente por sus actividades revolucionarias en pro de la democracia y la justicia. El 25 de noviembre de 1960, Minerva, Patria y María Teresa, juntas con Rufino de la Cruz, el chofer del carro en que estaban viajando, fueron asesinadas a manos de la policía secreta del dictador Trujillo. Rufino las estaba llevando a la ciudad de Puerto Plata para visitar a sus esposos encarcelados. Sus cadáveres destrozados y estrangulados aparecieron en el fondo de un precipicio. La noticia de los asesinatos brutales fue causa de un escándalo nacional, ayudando a impulsar al movimiento en contra la dictadura. En 1999, la ONU reconoció el 25 de noviembre como el Día Internacional para la Eliminación de Violencia contra la Mujer.

Con todos estos elementos, amigas y amigos, como un humilde homenaje a las hermanas Mirabal, les invito a adentrarnos en esta historia, que nos narra el libro de Jueces en su capítulo 19 y que se conoce como la de “La concubina de Belén”, o sea, la historia de otra mujer sin nombre. Y ya saben lo que quiero decir con esto. Nada más existencial para los protagonistas bíblicos que poderse identificar desde un nombre que les permitiera trascender en la historia, definidos, eternizados a través de él. Y son un sinnúmero de mujeres las que han trascendido a costa sólo de sus historias de vida y casi siempre referidas como esposas de, hijas de, o madres de, para poder perpetuar su anónima identidad.

La llamada concubina de Belén es otra de las tantas de mujeres sin nombre, por demás encerrada en un epíteto que corresponde a una no muy bien intencionada traducción puesto que nada indica que realmente fuese una concubina, sino la mujer del levita. Ella como muchas otras, clama desde el texto sagrado por ser reivindicada en su dignidad humana y en su derecho como protagonista junto a los hombres, de las memorias recreadas del pueblo de Dios, a través del testimonio bíblico.

Veamos:
Perteneciente a los últimos capítulos del libro de Jueces, esta historia refleja el tiempo en el que según el texto había una carencia en el liderazgo de las tribus y el caos reinaba por sobre la justicia. La señal de este desorden es presentada por el texto al decirnos: “En aquellos días, no había rey en Israel…” Algo así como que cada quién hacía lo que le daba la gana, pero sin duda una anarquía más que propicia para fomentar la violencia y las respectivas venganzas y revanchas, tal y como cuentan estos últimos capítulos del libro.

La intención de cerrar este libro de Jueces con esta historia protagonizada por un levita es señal que se quiere mostrar el nivel de decadencia moral que había alcanzado Israel. La corrupción era tal que había permeado hasta aquellos que debían guardar lo mejor de la tradición Yahvista.

El levita vivía en Efraín y había tomado como mujer a una de Belén. Nada en el texto indica que no fuera su mujer puesto que se refieren a él como esposo y al padre de ella como suegro, de manera que sólo Dios sabe quién la quiso llamar concubina. Todo parece indicar que las cosas en esta relación de pareja no marchaban bien al punto que ella decide abandonar el esposo y regresar a casa de su padre en Belén. Para ser fieles al texto no sabemos qué ocurrió para que ella tomara una decisión tan radical pero es interesante que aunque queda ambiguo en el original hebreo, la versión Reina Valera y otras, traducen que ella le había sido infiel, lo cual es improbable dado que él quiso regresar a buscarla y nada habla del castigo establecido para las mujeres infieles. Gracias a Dios la versión ISHA traduce que ella se enojó con su marido. Con esta información y con lo que acontece luego no es difícil imaginar un cuadro de violencia doméstica en esta historia.

Lo que nos dice el texto es que el levita, después de cuatro meses de ausencia de su mujer se prepara para ir a buscarla y convencerla de que vuelva con él. Otra razón para pensar que no hubo infidelidad y sí violencia. Es el comportamiento clásico del hombre abusador. Pero sigamos con la narración. Llega el levita a casa de su suegro con la aparente intención de convencer a su mujer para que regresara con él.

Nada leemos que nos describa una posible escena romántica de bombones y flores sino que nos encontramos con una estancia en la que se nos describe sólo lo que sucedió entre el levita y su suegro, éste último dando muestras de la hospitalidad tradicional, ofreciéndole estancia uno y otro día, hasta convencerlo en dos ocasiones de que alargaran su regreso. Nada que nos haga saber qué pensaba la mujer de esta situación, si quería o no quería regresar. Ella está ausente todo el tiempo de la narración, silenciada por la alegría del encuentro de estos dos hombres que comen y la pasan bien, quién sabe si servidos por ella misma. Lo cierto es que ella es invisibilizada grotescamente.

La hospitalidad de este simpático suegro parece querer llegar al extremo pero el levita, que ha cedido dos veces al pedido de extender su visita, decide regresar y toma a su mujer, su siervo y sus dos asnos para emprender el camino de regreso a Efraín.

Hay indicios de que la jornada de regreso ha comenzado un poco tarde puesto que les alcanza la noche en el camino. El siervo, al pasar cerca de Jerusalén, le sugiere hacer noche allí pero el levita se niega por ser ciudad de jebuseos en aquel tiempo. Siguen camino y es aquí donde voy a leerles la segunda parte de esta trágica historia.
(Lectura de Jueces 19: 14 al 30)

No habría mucho más que decir si no estuviéramos aquí para poner delante de Dios mujeres, familias y sociedades contaminadas por la violencia pero sobre todo para animarnos y sostenernos en el empeño de enfrentarla y transformar nuestros entornos en espacios donde la justicia y la equidad, ingredientes insustituibles de la paz, se manifiesten con absoluta libertad, sin impedimento alguno.

La historia de esta mujer, silenciada a través de toda la narración y sólo con voz a través de su propio cuerpo mutilado y esparcido por todo Israel, nos llama a echar una mirada no sólo a nuestra sociedad sino a nuestras comunidades de fe, a nuestras iglesias. Porque lo cierto es que el mensaje de este cuerpo descuartizado y esparcido lleva la voz de esta mujer sin nombre, pero también el mensaje implícito de este hombre abusador. De la misma forma que su cuerpo fue entregado impunemente a esa banda de hombres de Guibeá, ahora su cuerpo es entregado a todo Israel y esparcido por las 12 tribus. El mensaje de ella es que ha sido abandonada y traicionada por todos los hombres de Israel, no sólo su esposo y su padre; pero el levita pretendía dejar limpia su virilidad. Si leyéramos los próximos capítulos del libro de Jueces, sus dos últimos; encontraríamos que esta historia fue sólo el comienzo de una gran masacre extendida por todo Israel. Y es más que evidencia de que la violencia sólo genera más violencia.

Hay muchos otros mensajes implícitos en esta historia de vida y de hecho les invito a escudriñarla y releerla para encontrar los muchos elementos que contribuyen a mostrarnos la violencia inherente a una sociedad organizada sobre la base de una absoluta hegemonía masculina, sobre la base de las desigualdades que genera y el abuso del poder que Dios ha regalado al ser humano para bien y justicia.

Tiene esta mujer que convertirse en un cuerpo destrozado por la violencia para llegar a tener voz, para poder hablar a toda una nación. Para decirnos algo a nosotras y nosotros hoy. Lamentablemente la historia no ha cambiado mucho. Anoche escuchábamos historias de mujeres que han sufrido de violencia doméstica y es sólo a través de su sufrimiento que llegamos a entender la urgencia de levantar nuestras voces en contra de esta pandemia que aún en el siglo XXI continúa azotando a millones de mujeres en el mundo entero. Para hablar sólo de nuestro continente, en América Latina una de cada tres mujeres ha sido víctima de la violencia.

Hermanas y hermanos, estamos aquí para renovar nuestro compromiso con la justicia y con el amor, para responder de alguna forma al clamor que nos hace esta mujer desde el texto sagrado. Lo interesante es que su historia, su voz a través de su cuerpo destrozado y esparcido, encontró eco en las diversas respuestas que tuvo. Y sólo llamaré la atención en relación con los profetas que recordaron esta historia como paradigma de depravación e inmoralidad. El profeta Oseas comenta hablando de la corrupción ética del reino: “tu maldad es tan grande que en nada eres diferente de los que vivían en Guibeá” (9:9) y también “Israelitas, ustedes son unos malvados. Comenzaron a pecar en Guibeá y no han dejado de hacerlo…” (10:9) Ciertamente no hay alusión directa al crimen de la mujer del levita pero al menos se reconoce como un acto de maldad.

Pero la respuesta que realmente encuentra, en mi opinión, la punta de la madeja que nos hará encontrar la voluntad liberadora de Dios para este pueblo reunido en una ocasión como esta, en este espacio que nos convoca a comprometernos en la lucha por acabar con la violencia contra las mujeres y por una cultura de paz; es aquella que nos da el propio texto al final de este capítulo 19: “Tenemos que hacer algo”. En la versión de la Reina Varela se traduce como: “considerad esto, tomad consejo y hablad”.

Sin duda alguna es un llamado, una frase que nos invita a no quedarnos calladas y callados, a denunciar proféticamente esta injusticia que va mucho más allá de cualquier otra porque atenta contra la única imagen bíblicamente hecha para honrar, que es la del propio ser humano, en tanto imagen de Dios. Contemporizar esta historia nos permite encontrar más que razones para levantarnos como iglesia de Jesucristo y hacer visible lo que hasta hoy muchos quisieran invisibilizar, para dar voz a las muchas mujeres que tienen que esperar a que sus cuerpos mutilados, sus vidas y las de sus familias estén destrozadas para tener voz, para ser escuchadas, para ser consoladas, para ser reivindicadas.

La violencia contra la mujer tiene que dejar de ser un asunto privado, algo intrafamiliar, para transformarse en un ministerio más de nuestras comunidades de fe. Las consecuencias de ignorar esta arista en nuestra vocación de servicio sería un pecado que haría clamar a las profetas y los profetas de nuestros tiempos y del futuro: “Comenzaron a pecar en Guibeá y no han dejado de hacerlo”.

Dios habla a su pueblo y nos dice: Tienen que hacer algo. Tienen que hablar, tienen que denunciar.

Además, tenemos que educar a nuestras comunidades acerca de este tema, tenemos que mostrar la cara fea de nuestra realidad si realmente queremos transformarla porque es nuestra responsabilidad. De la misma forma que tenemos que propiciar espacios de intercesión es necesario desenmascarar la violencia, llamarla por su nombre y encontrar alternativas para ofrecer caminos hacia el crecimiento de una cultura de paz en las relaciones interpersonales y en las relaciones con el resto de la Creación.

En la medida que nos percatemos que la violencia se aprende y que tanto la familia como la iglesia pueden convertirse en la principal fuente de aprendizaje, que en general es algo que aprendemos socialmente y que no surge de manera espontánea; que es una realidad que ocurre en muchísimos grupos humanos de todo el mundo y que tenemos el deber de denunciarla y transformarla; sólo entonces podremos convertirnos en agentes de cambio, en anunciadoras de esperanza, en proclamadoras del Reinado de Dios que es justicia y paz.

Renovemos nuestro compromiso, aquí y ahora, de reivindicar la vida de esta mujer sin nombre, sin rostro y sin voz, que como muchas hoy en el mundo esperan que alguien les tienda la mano para levantarse como seres humanos en toda su dignidad.

Pido un tiempo de silencio para todas ellas, por las que sufren violencia, por las que portan el VIH y las que ya están enfermas; por la mujer del levita y todas las que en su tiempo esperaron el respeto de sus compañeros. Si quieren nombrar alguna en voz alta pueden hacerlo, tal vez así, providencialmente también pongamos nombre a esta y tantas otras que han quedado olvidadas y silenciadas por no tener ni siquiera eso: un nombre… (un momento de silencio).

Hermanas y hermanos: ¡Tenemos que hacer algo!
Amén.

Sermón de la reverenda Dora Arce en el culto conmemorativo por el Día Internacional de lucha contra la violencia hacia la mujer, celebrado en la Iglesia Bautista Ebenezer, de Marianao, como parte del II Encuentro Nacional del Programa Mujer y Género del Consejo de Iglesias de Cuba.

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