Home Cuba «Un hombre pasa con un pan al hombro»

«Un hombre pasa con un pan al hombro»

I. La herencia

Hace unos meses recibí la sorpresa de una herencia. Casi siempre las herencias suponen la pérdida de una vida, este no es el caso. La fortuna me llegó de las manos de una vecina, pues su hijo —quien fuera un reconocido intelectual cubano— vive hoy en Miami y se dedica a los bienes raíces. Aquellas cuatro cajas de libros, que agradecí profundamente, contenían libros de diferentes herencias ante las que debía discernir.

Ante un auditorio como este, revelar los libros que uno atesora puede ser arriesgado, sin embargo compartiré con ustedes algo más grave: la disyuntiva de tirar o no algunos libros a la basura. No es justificación que las dimensiones de mi apartamento me obliguen a seleccionar los libros, suerte que seguro comparto con muchos de los presentes, o nos falta espacio o estantes. Y es que a veces nos empeñamos en acumularlos hasta en cajas inaccesibles cuando puede ser opción más placentera y solidaria regalarlos o llevarlos a un local de libros viejos. Advierto más de una decena de razones por las cuales botar un libro nunca es la mejor opción.

Ahora bien, ¿qué hacer cuando recibimos una herencia de manuales soviéticos? La pregunta se hace más compleja cuando sabemos que esos manuales vuelven a ser hoy necesitados por los jóvenes estudiantes. Mi conflicto, como intelectual y docente, se presenta en la forma de una convicción: el estudiante no busca en ellos su verdad, sino la verdad que vale cinco puntos.

Si Marx se enterara de mi dilema quizás volvería a sentenciar: «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».

No es el momento ni el espacio para reincidir en la polémica de los manuales. Esa es batalla de larga data donde han intervenido, desde el pensamiento crítico, nombres universales como Antonio Gramsci, Mariátegui, Che Guevara y maestros nuestros como Fernando Martínez, Aurelio Alonso y Juan Valdés Paz. Se trata de la agónica historia de la tradición marxista, que en el contexto nacional es testimonio de vida de una buena parte su intelectualidad.

Pareciera que nos enfrentamos a un eterno retorno, y al preguntarnos sobre sus probables causas podríamos señalar que el campo editorial no ha sido tan ancho y generoso con el pensamiento crítico como masiva fue la divulgación de la corriente marxista soviética, aunque la lista de títulos publicados por las editoriales cubanas en la última década es más heterogénea, no se ha podido superar la extensa popularidad de las millonarias tiradas de editorial Progreso.

Lo mismo ocurre con los espacios de debate donde el tema de la herencia soviética es de obligada referencia; estas plazas son reservadas a grupos específicos, minoritarios y concentrados en la capital. En espacios masivos de difusión más que a la reflexión, la crítica y el debate se apela a la consigna, la apología y la torpe edición de los conflictos y problemas internos, por más evidentes que estos sean. No puedo asegurar que estas actitudes guarden relación directa con la enseñanza de los manuales, pero comparten la práctica común de evitar enfoques problemáticos y subestimar la inteligencia de los sujetos.

Otra dimensión a tener en cuenta en la (a)crítica selección de esta herencia es la difícil situación actual de la educación cubana, signada por la emergencia de los docentes y el escaso atractivo para la permanencia y consolidación intelectual de su claustro. Esto impacta sensiblemente el conjunto de asignaturas relacionadas con el pensamiento social y que son obligatorias tanto en el nivel preuniversitario como en todas las carreras de la educación superior.

Por otra parte, el valor que amortizan los manuales reside menos en su legitimidad académica que en el desconocimiento de otras alternativas. Un conocido pensador latinoamericano lamentaba que con el desplome del paradigma soviético la izquierda se había quedado sin teoría unificadora. De inmediato me hizo recordar la frase «ningún método, todos los métodos, ese es el método». Ahora sería preciso todas las voces y saberes en deliberación, ese es el saber y la voz que necesitamos para construir mejores maneras de estar juntos.

Es por eso que lamento que el valor de uso de los manuales soviéticos en nuestras aulas no resida, al menos en la mayoría de los casos, en que a partir de su crítica los jóvenes accedan a intervenir en la deconstrucción de las estructuras políticas y culturales heredadas de la sovietización y que constituyen, aún hoy, obstáculos al despliegue del proyecto y del carácter revolucionario. Es en este punto donde me atrevo a deslizar mi última hipótesis: los manuales soviéticos regresan a nuestras aulas porque son ellos los que dan sentido a normas que persisten en los medios masivos de difusión, el orden institucional, las concepciones jurídicas, el protagonismo del grupo burocrático y en buena parte de la producción ideológica. Veinte años después de extinta la URSS su herencia sigue siendo demasiado «real» mientras que el socialismo lucha por reinventarse.

El reclamo de la reinvención del socialismo por la vía de la democratización total, como superación revolucionaria del socialismo de Estado, constituye hoy prácticamente un consenso dentro de la intelectualidad revolucionaria. La diversidad de procesos que encrespan hoy a América Latina exige a sus intelectuales otros desarrollos teóricos, medios y éticas de intervención y comunicación social. Esta es una forma de decirlo rápido y mal, pero si partimos de un análisis de las urgencias que nos impone el capitalismo tardío, la hegemonía del mercado total y la crisis civilizatoria solo podríamos argumentar «la tarea» en términos de una «revolución cultural».

Sin olvidar que estos términos también arrastran con una herencia de cuidado: «revolución cultural» fue un concepto utilizado en China en la década del 60 para significar fines con los que hoy sería imposible cautivar un pensamiento lúcido; por su parte, «la tarea» es la forma en que la burocracia hace descender la actividad política de coyuntura que sus cuadros deben acometer. Es acertado entonces utilizar un concepto menos grandilocuente y diáfano como «responsabilidad intelectual», siempre que su fundamento proponga exorcizar las herencias para extraer de ellas experiencias emancipadoras.

II. La Casa de ayer

En aquellas cajas también encontré otras herencias. Por ejemplo, una revista Casa de las Américas del año 1969 (Año del esfuerzo decisivo). Su primer texto, “Diez años de Revolución: el intelectual y la sociedad”, es la transcripción de un intercambio de ideas sobre cultura y política revolucionaria entre seis intelectuales latinoamericanos (Roque Dalton, René Depestre, Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet y Carlos María Gutiérrez). Si estuviéramos en un marco de educación popular sugeriría hacer una lectura y discusión colectiva para revelar cómo y de qué maneras nos relacionamos con esta problemática cuarenta años después. De hecho, aquella transcripción se presentó como «un simple material para ulteriores discusiones», lo cual es un acierto para entendernos en el cambio y comprender nuestra responsabilidad como condición y resultado de un proceso histórico y cultural.

¿Es posible un intelectual fuera de la Revolución? Fue la pregunta que dio inicio a aquel diálogo. Pregunta directa y dura que lleva consigo otras tantas preguntas posibles, incluso la necesidad de tomarla y ponerla al revés, ¿es posible una Revolución sin intelectuales? ¿Es posible una Revolución sin fundamentos, sin un pensamiento crítico que lo someta todo a libre examen, que lo cuestione todo?

Ambrosio Fornet nos recordaba que al triunfar la revolución, la categoría “intelectual” agrupaba solo a poetas, novelistas y ensayistas, es decir, al hombre de cultura capaz de poner en blanco y negro ideas propias, pero en la lucha ideológica en torno al capital simbólico de la Revolución se hizo imprescindible hacerla funcional y ampliarla a los artistas, científicos, técnicos, administradores, políticos profesionales y militantes.

El intelectual no es la única conciencia crítica de la sociedad, pero su participación en el espacio de la cultura y en el ágora pública implica una relación orgánica con la política, donde no bastan ideales hermosos, elocuencias y pericias ilustradas para subvertir la hegemonía. La organicidad del intelectual se define en el momento en que reproduce o subvierte el consenso obediente a las razones totalizadoras del mercado y el Estado, el beneplácito culpable con la ética de la banda de ladrones y el sentido común que impone modos de actuación y estilos de pensamiento que reproducen el poder dominador a todos los niveles de relación social.

La hegemonía que enfrentamos hoy nos exige profundizar y dilatar la intelectualidad de cada sujeto como condición de posibilidad para la libertad de todos. ¿Es posible el socialismo sin que todos los hombres y mujeres se autorreconozcan en su interior como sus intelectuales? Al intervenir en aquella conversación Roque Dalton nos adelantaba un trecho al afirmar: «nuestras limitaciones no deben inhibirnos, toda piedad aquí es cruel si no incendia algo».

III. La Casa de hoy

El primer día de la toma de esta Casa los organizadores del Encuentro «Arte, acción cultural y espacios de resistencia contrahegemónica» tuvieron el feliz concepto de proyectar el documental Sin mapa, que refiere la mirada y la voz del joven dúo boricua Calle 13. Su lente, voz y música recorren la geografía de América Latina y me inclino a pensar que su título se debe a que en este continente basta con viajar sin guías turísticas para encontrar el horror cotidiano.

Para mi sorpresa, un documental que transcurre por el filo del pesimismo, en sus últimas imágenes nos incendia de optimismo de la voluntad. En plena calle los famosos reguetoneros reparten un CD que denuncia la violencia policial. Rene Pérez ―«el Residente»―, lo afirma con claridad: «ya que tenemos el micrófono en la mano suscitemos algo más que mover las nalgas».

Algunas preguntas podemos proyectarnos si ponemos esta acción en una relación de continuidad y ruptura con esa vieja foto donde el símbolo del intelectual revolucionario de la década del 60, Jean-Paul Sartre, reparte en una calle de París un periódico prohibido La Cause du Peuple.

Pareciera que salirse del closet es la primera responsabilidad del intelectual. Atreverse a decir su verdad mirando a los ojos del sujeto popular necesitado. Ese sujeto puede ser su vecino o vivir en otro barrio, o en una lejana ciudad del Medio Oriente. El intelectual solo podrá ver lo que le rodea si piensa y se relaciona con los seres humanos como fines en sí mismo y nunca como si estos fueran medios.

«Alguien pasa contando con sus dedos / ¿cómo hablar del no-yo sin dar un grito?», escribió César Vallejo. Es el grito que pregunta: ¿qué valor tiene para el yo la vida de los otros? El capitalismo con su libertad solo para el mercado nos coloca frente al otro en una relación de competencia, donde yo soy si te derroto. El socialismo histórico imaginó una ética colectivista donde para que todos fueran el yo debía reprimirse. Entre el «capitalismo real» y el «socialismo real» pareciera que no tenemos muchas opciones, pero estas no son realmente alternativas de vida posibles.

Franz Hinkelammert lo expresa muy bien al afirmar que, en el contexto de la globalización, la bala que disparo al otro da la vuelta al mundo y me da por la espalda, el asesinato es suicidio. Para encontrar alternativas a las herencias recibidas es imprescindible re-conocer que yo soy si tú eres. Toda expresión intelectual responsable debe contener ese inicio de partida, que es la afirmación de la vida del yo en una relación responsable con la vida de los otros.

Echar por tierra toda relación en que al sujeto humano le sea negada la vida al expropiarle el pan que necesita para vivir, más que un radical postulado marxista es hoy, para extensa zonas del mundo, una ética mínima de humanidad. ¿Es acaso posible un intelectual al margen de la sobrevivencia humana y de la naturaleza? Los intelectuales, aquí cabría aseverar el postulado gramsciano en el que todos y todas los somos, desde nuestras diversas ideologías, identidades y formas de asumir el compromiso social y político tenemos derecho a luchar por conquistar toda la belleza, pero hay algo que presupone esa búsqueda de nuestro ideal de vida buena, esto es, crear responsablemente las condiciones para que la vida humana sea posible.

Casa de las Américas, La Habana, 16 de diciembre de 2009

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