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Wendy, una transexual frente al espejo

Dalia Acosta

“Quise mirarme y logré palpar lo que soy. La cosa aquella, con lo que había tenido que vivir 33 años de mi vida había pasado”, cuenta a IPS Iriepa, una de las transexuales cubanas beneficiadas con el procedimiento de reasignación sexual, aprobado por el Ministerio de Salud Pública en 2008.

“Cuando finalmente me quitaron las gasas, pude ir al baño y verme reflejada en un espejo grande, inmenso, fue el momento más feliz de mi vida. Los 16 días que estuve ingresada para mi no fueron un martirio, ni un encarcelamiento, sino una liberación espiritual y de alma”, afirma.

La historia no puede contarse sin volver a llorar. Pero desde el día de la operación las lágrimas de esta mujer suelen ser felices. En el fondo sigue siendo la misma, trabajadora y rebelde, pero al mismo tiempo ha cambiado y no sólo físicamente. La impotencia y todo lo que ella genera se fueron con aquel peso que la empujaba “siempre hacia abajo”.

La imagen la acompañaba todos los días de su vida. Ir al baño y ver que “para arriba eres de una forma y por abajo de otra”. Levantarse en las mañanas y recoger los genitales en una malla que marca y araña la piel. Tratar de mirar “eso” como si fueran tus brazos y echarles crema. Cuidar esa piel porque quieras o no “es parte de ti”.

“No sufrí dolores con la operación y, si sufrí algún dolor, no fue nada comparado con lo que viví antes en la sociedad. Y se lo dije al cirujano. Para mí fue como si mis genitales de mujer siempre hubieran estado ahí y lo que había tenido hasta entonces hubiera sido sólo una máscara, algo que no dejaba ver la realidad que ya existía”, dijo.

Los mundos de Wendy
Primer y único varón de una familia de trabajadores, no tardó mucho en descubrir que no era lo que su padre pretendía que fuera. A los tres años ya jugaba a las muñecas y, al comenzar la escuela, rompía los pantalones del uniforme para hacerse sayitas (faldas) y se amarraba toallas en la cabeza para imitar el pelo largo.

A los 10 años tuvo su primera relación con un profesor, una de las pocas personas que le dio cariño en una época de críticas y censuras de su familia y de los compañeros de la escuela primaria. Un día la directora del centro escolar la llamó y le dijo: “o abandonas la escuela o le cuento a tus padres”.

“Fue entonces que empecé a frecuentar la casa de mi prima. Ella me prestaba sus vestidos y sus trusas para ir a la playa; yo escondía los genitales y llevaba la vida de una muchacha. Los problemas con mi papá siguieron hasta que a los 12 años me fui de la casa. Cuando volví dos años después, ya tenía mamas”, cuenta.

Le había oído decir a su hermana que una pastilla anticonceptiva le aumentaba los senos y, sin consultar con nadie, empezó a tomar dos pastillas diarias. Para ella fue como una religión y uno de los grandes giros de su vida: “empecé a vestir de mujer, mi papá me decía ‘pareces un payaso’ y yo me miraba en el espejo y no me veía así”.

“Me costó trabajo dominar aquel cambio en el barrio, me gritaban y se burlaban de mí, pero cuando salía de mi zona, los hombres me veían como una mujer, como la persona que yo había concebido y por la que había luchado toda la vida. Cuando vi que me piropeaban, desde un médico hasta un policía, supe que aquella era mi vida”.

Tenía 17 años cuando, en 1988, se enteró de la primera operación de cambio de sexo que se había hecho en Cuba, fue a ver al médico que la había realizado y él la mandó a ver a Mayra Rodríguez y Ofelia Bravo, sicólogas del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex). Dos años después, era confirmada como transexual.

“Mayra, quien para mí ha sido como mi verdadera madre, le hizo entender a mi papá que, realmente, no es que yo eligiera ser así sino que existía una incongruencia entre mi sexo psicológico y mi sexo biológico, que no se trataba, como él decía, de ir en su contra o de acabar con la dignidad de los hombres de su familia”, recuerda.

El Cenesex le abrió las puertas para empezar un tratamiento hormonal feminizante que corrigiera algunos rasgos físicos sin necesidad de hacer cirugías y se encargó de las gestiones para que, el 7 de julio de 1997, cambiara en el carné de identidad el nombre que le dieron sus padres por el que ella había elegido: Wendy.

Pero no todo fue tan fácil. Era como si su vida en el Cenesex fuera por un lado y el mundo por otro. Se enamoró y se desilusionó una y otra vez. Fue maltratada sistemáticamente por una pareja y, como tantas otras personas como ella, sintió que la prostitución “era la única forma que esta sociedad me había dado para sobrevivir”.

Llegó a estar tan mal que optó por trancarse en su casa y no salir. “Pero pasó el tiempo, seguía sin trabajo y llevando una vida muy promiscua, hasta que un día me fui a ver a Mayra llorando y le dije: yo necesito que tú me ayudes, yo necesito trabajar. Y empecé allí mismo, en el área de servicios del Cenesex”.

Cinco años después es una trabajadora de confianza, lleva un archivo de expedientes de personas que llegan a la institución en busca de ayuda, terminó el sexto grado, piensa terminar el preuniversitario, pasar un curso de secretaria y, quien sabe, si logre realizar su sueño de ingresar en la universidad y graduarse de psicóloga.

Personas de estos tiempos
Para ella uno de los cursos más importantes recibidos en el Cenesex fue sobre sus derechos como ciudadana: “resulta que tenemos el derecho de vestirnos como queramos, pero la policía podía parar a un travesti y ponerle una multa por andar con ropa de mujer. Ahora ya sabemos, conocemos las leyes y podemos darnos a respetar”.

A su juicio, la institución cubana que promueve una política a favor de la libre orientación sexual y de género y las campañas contra la homofobia y la transfobia lideradas por la directora del Cenesex, la sexóloga Mariela Castro, le ha dado a su grupo las herramientas necesarias “para lograr un mayor respeto social”.

El grupo de travestis, transexuales y transgéneros vinculados a la institución no sólo han recibido cursos de imagen, comunicación y educación popular, muchas tienen su carné que las identifica como promotoras de salud y participan en la elaboración de los programas del centro sobre diversidad sexual.

Algunas de ellas, las más activas y preparadas, suelen participar con los especialistas de la institución en actividades de sensibilización en diferentes sectores, en paneles sobre diversidad sexual durante determinadas muestras de cine, en congresos y encuentros internacionales sobre sexualidad o sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida).

“Estamos abiertas a todo el que quiera conocernos y ver que no somos monstruos; que no hemos roto las normas sociales porque hemos querido sino porque somos así y debemos ser respetadas; que merecemos un lugar y que se nos mire no como bichos raros, sino como personas de esta sociedad, personas de estos tiempos”, afirma.

Y, a pesar de todo, de que sabe que aún falta mucho por hacer para que la sociedad las acepte como son, basta mirarla a los ojos o verla caminar por las calles de su Habana para descubrir a una mujer libre y feliz. Porque para ella “esa es la felicidad, momentos que tú vas apilonando, ahí, dentro de ti, que te hacen la vida de una u otra manera”.

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