Fundado el 24 de febrero de 1911, el barrio de Pogolotti, es el primer barrio obrero de Cuba. Enclavado en el municipio habanero de Marianao y con un 80 por ciento de su población perteneciente a la clase trabajadora, Pogolotti desde siempre ha tenido fama de marginal, bullanguero y conflictivo. Sin embargo de un tiempo para acá ya no solo es memorable por sus peleas solariegas o la fama de sus santeros o espiritistas.
El barrio ahora se vanagloria también de sus progresos sociales. Ilustres personalidades de las ciencias, las letras, el pensamiento y la cultura de Cuba y los Estados Unidos están ligados a su historia y a su vida cotidiana. Y como toda buena barriada que se respete atesora una auténtica memoria que se resignifica todos los días en las voces y el quehacer de sus gentes más sencillas: mujeres y hombres, ancianos, jóvenes y niños.
Santo y profano a un tiempo, el barrio creció de la mano de su fundador, Dino Pogolotti, un italiano de la región de Piamonte, que llegó a la Isla en un momento en que —tras las destrucciones de la Guerra de Independencia, el flagelo de la fiebre amarilla y la política de reconcentración urbana desatada por Valeriano Weyler— se asistía a un masivo desplazamiento de la población rural hacia la capital.
Dino, padre del famoso pintor Marcelo Pogolotti y abuelo de Graciela, ensayista y profesora cubana, empleó su espíritu empresarial y su capacidad técnica para la realización de grandes proyectos de urbanización. Además de construir las primeras viviendas del barrio, edificó el acueducto, el cine, una tienda de productos alimenticios y otras obras que formaron la infraestructura fundacional de esta localidad marianense que en este mes cumple su nonagésimo sexto aniversario.
En Pogolotti habitan todos los colores de Cuba. Basta con adentrarse por sus calles, tocar a una puerta, entrar a una casa donde conviven las imágenes de dioses negros y dioses blancos o pararse en una esquina y observar cómo hablan, gesticulan, caminan y conviven los habitantes de un barrio que muy a pesar de “la segregación social, el aislamiento y la falta de integración logística e infraestructural con el resto de la ciudad” ha tenido que sortear no pocos escollos, para mantener vivo su sentido de pertenencia como comunidad.
Ahí están esos detalles sumergidos en nuestro entorno social y cultural: una antigua y desvencijada casa, una calle, un color, un olor, el rostro de un anciano, una canción, una mala palabra, la distancia que nos interroga, las energías sociales, las imágenes, los símbolos, ese debatirnos entre la razón y el espíritu, la solidaridad, el sentido de comunidad y de comunión; acaso el tiempo…
La iglesia, el barrio
Según cuenta Raúl Suárez, “la iglesia tenía una deuda con nuestro barrio”. Dice el Evangelio de Juan que a Jesús de Nazaret “le era necesario pasar por Samaria”. A la luz de la experiencia cubana, Samaria era la Revolución socialista dirigida por compañeros y compañeras identificados con el marxismo. No hay que recordar las históricas incomprensiones y prejuicios que unos y otros habíamos heredado, y que lejos de vernos como hermanos y hermanas y compañeros y compañeras, nos sentíamos como si fuéramos enemigos irreconciliables. ¿Qué significaba para nosotros tener la necesidad de “pasar por Samaria”? Sencillamente, iniciar el proceso de la reconciliación con nuestro pueblo, desde la experiencia de nuestro barrio. Y dimos el primer paso: invitar a Bartolomé Menéndez Larrondo, bien conocido como comunista, cuya vivienda estaba en el mismo corazón de Pogolotti, a que nos diera una conferencia sobre su hermano, Jesús Menéndez.
El propósito era claro: si queremos ser Iglesia con corazón de pueblo, Jesús Menéndez es también nuestro. El segundo paso fue iniciar con la compañía de uno o dos hermanos, ante la sorpresa de los vecinos, emprender el arreglo de la acera de nuestra cuadra. Y en tercer lugar, presentarnos al Comité de Defensa para que nos dijeran a qué día y a qué hora nos tocaba hacer la guardia cederista.
“En una ocasión se nombró una comisión para distribuir entre los vecinos pintura de vinil para pintar las casas. A alguien del municipio se le ocurrió plantear que no se podía dar pintura a la iglesia, y la respuesta de los vecinos fue unánime: “si no le dan a la iglesia, a nosotros tampoco”. Y la iglesia se pintó.
“Nadie nos dio el espacio en la sociedad para servir a nuestro pueblo, con mucha modestia nos ganamos este derecho. Porque el pueblo nuestro es un pueblo revolucionario y justo. En este país ganarse el cariño del pueblo es ganarse el respeto de la Revolución. Se creó un nuevo ambiente en nuestra comunidad tan hermoso que una anciana de nuestra iglesia un día dio un raro testimonio a la feligresía, cuando dijo: “Pastor, anoche soñé que Fidel estaba con nosotros en la iglesia”. Unos años después, Fidel visitó nuestra iglesia”.
De paso por Pogolotti
Entre los “ilustres visitantes” que han pasado por el barrio, se destacan dos norteamericanos: Howard Zinn, dramaturgo e historiador—autor de la conocida obra de teatro Marx en el Soho y del libro La otra historia de los Estados Unidos—, quien acompañado por representantes del Consejo Popular y el Poder Popular visitó en julio de 2004 la Casa del Anciano Mayor de esa localidad, la escuela primaria Hermanos Montalvo y un consultorio de la familia.
Mientras el destacado politólogo Noam Chomsky y su esposa, conocieron diversas experiencias de trabajo comunitario desarrolladas en el barrio en noviembre de 2003, cuando visitaron la Casa Comunitaria y del adulto mayor de 57 y 92, un lugar, donde se realizan diferentes actividades con niños, jóvenes y abuelitos, pero que dirige su trabajo fundamentalmente al adulto mayor.
Esto no es el paraíso
En aquella ocasión, Chomsky y su esposa Carol también se llegaron hasta nuestro Centro. El reverendo Raúl Suárez, como buen anfitrión, les mostró el Centro y sus diferentes áreas de trabajo, y en la pequeña salita de reuniones, conver-saron sobre la historia y las funciones del CMMLK:
“Tratamos de demostrar que la teología de la liberación no pertenece al pasado porque la razón de ser del pobre todavía existe. El esquema que nos enseñaron los religiosos norteamericanos entró en crisis con el humanismo de la Revolución. Antes de terminar la década del sesenta, el 70 por ciento de los pastores se habían ido hacia los Estados Unidos. Los que nos quedamos no teníamos una base teológica para responder a los desafíos que nos planteaba la nueva situación. Martin Luther King nos enseñó que hay suficiente base bíblica y teológica para vivir la fe en un proyecto socialista mucho mejor que en un país capitalista. No tenemos que decirle que creemos en la Revolución.
La Revolución es una alternativa al capitalismo por lo que tenemos una base bíblica suficiente para sentirnos parte del proceso revolucionario. A veces, me emociono cuando defiendo la Revolución, y algunos norteamericanos me han dicho: “ ¿Entonces Cuba es el reino de Dios?”.
Yo les contesto con los versos de una canción de un cantautor cubano que le canta a una mujer ideal. Él dice: “No es perfecta, mas se acerca a lo que yo siempre soñé”. Cuba no es el reino de Dios, pero ha demostrado que los ideales cristianos pueden realizarse aquí en la tierra, que no hay que esperar el cielo”.
El reverendo le pide disculpas al intelectual norteamericano por el sermón. Chomsky, asiente comprensivo. Durante la presentación de su libro en el antiguo Palacio del Segundo Cabo, había dicho:
“Soy una de las muchas personas que alrededor del mundo ha admirado el valor y el compromiso del pueblo de Cuba para defender su independencia ante acciones criminales que se remontan a muchos años.
“Ahora, ya se sabe, cuán enorme ha sido la contribución de Cuba a la liberación de África, a la libertad y el desarrollo de otros países, como es el caso de Venezuela hoy. En la actualidad, no hay ningún país en el mundo que, en este sentido, pueda compararse con Cuba. Sus contribuciones son realmente sorprendentes: la defensa de Angola contra la agresión Sudafricana y el envío de médicos, a zonas remotas donde pocas personas trabajarían, para llevar a otros los logros de la Revolución cubana. Los logros que ha obtenido Cuba en la educación, en la salud pública, ahora sirven para aliviar el sufrimiento de otros pueblos. He podido apreciar esas contribuciones a través del contacto personal, de la calidez y el entusiasmo de un pueblo maravilloso.”
El caso del mosquito
Al terminar la guerra hispano-cubano-norteamericana, muchos soldados estadounidenses retornaron a su país con aires de victoria, aunque hubo también gran número de ellos cuyos cuerpos regresaron en ataúdes pues encontraron la muerte a manos de un enemigo mucho más poderoso que las balas españolas: la fiebre amarilla. Durante la lucha armada, hombres jóvenes y robustos padecieron una repentina y extraña hipertermia, seguida de un intenso dolor corporal, una coloración amarillenta de la piel y un abundante “vómito negro”, hasta fallecer al cabo de pocos días.
En interés de poner fin a esta situación, las autoridades del ejército de ocupación orientaron la aplicación de diversas medidas de higienización, pero todas resultaron infructuosas, al extremo de que a mediados de 1900 el índice de mortalidad entre soldados, funcionarios y civiles alcanzó la espantosa cifra de 200 defunciones por día.
Desde 1881 el sabio cubano, doctor Carlos J. Finlay Barrés (1833-1915) brindaba pruebas evidentes de que una especie de mosquito, el Stegomia fasciatus –hoy día conocido como Aedes aegypti– era el agente transmisor de la terrible enfermedad. Sin embargo, sus ideas y experimentos se consideraban absurdos y se ignoraban, tanto por los cubanos como por los extranjeros. Esa actitud de rechazo quizá se explicaba en lo revolucionario de proclamar en aquel tiempo que un intermediario como el mosquito podía transmitir la fiebre amarilla de una persona enferma a otra sana.
En un pedazo de terreno donde hoy día radica el barrio de Pogolotti en Marianao se construyó una pequeña estación experimental donde se realizaron una serie de pruebas que convencieron a la comunidad científica de la veracidad de la teoría del mosquito como agente transmisor de la fiebre amarilla. Veintiún soldados; seis miembros de las fuerzas estadounidenses y cuatro voluntarios españoles se dejaron picar por mosquitos infectados, mientras el resto de los voluntarios se expusieron a otros experimentos.
Los experimentos llevados a cabo en el campamento Lazear, confirmaron definitivamente los postulados de Finlay en cuanto al origen y desarrollo de la fiebre amarilla, sobre todo en relación con su manera de propagación, su período de incubación y su gravedad relativa. En ese pedazo de tierra cubana se rubricaron pues las pruebas concluyentes de que los trabajos del sabio cubano eran la mayor verdad científica señalada hasta entonces.
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