En la búsqueda incansable de algún tipo de consuelo, el hombre se inventa pretextos en el auto-engaño consciente de no dar por sentado que alguien se ha ido para siempre. Consciente porque a la larga todos los días el teléfono sonará pero no va a ser esa persona, tocarán a la puerta y será cualquiera menos ella.
Años de distancia me privaron de conocer a Ania Pino, aunque la vida me puso a recorrer muchísimos lugares por los que caminó. Incluso, en ese ardid que es el destino, compartimos amigos en este mundillo de preguntas y respuestas, en este palpitar constante cuando ¡por fin! aparece una primicia.
Dicen, quiénes tienen la certeza, que Ania era el alma de aquel grupo. Más allá de lo que se repite por generaciones, ella tenía luz y amaba el periodismo.
Me cuenta su amiga Yirmara que se coló en la Televisión cuando no era coser y cantar para los alumnos recién graduados. Pero fue una estudiante de carne y hueso, que desaprobó las prácticas en Juventud Rebelde porque estaba puesta pal vidrio, su pasión.
La recuerdo en aquellas crónicas desde algún lugar de África, desde la sala de mi casa… no tenía plena conciencia de que aquello era buen periodismo, ahora lo sé. Han pasado diez años de aquel trágico accidente, el dolor se mantiene intacto. En parte por quién era y en otra no menos importante, porque nadie prescribe que un día dirás adiós, adiós para siempre, a alguien de 26 años.
Algunos colegas se reúnen, por estos días, en un evento de periodismo audiovisual que recuerda su nombre. Entre otras cosas, eternizan su impronta y dejan a las futuras generaciones susceptibles al contagio de su pasión por este trabajo a veces tan incomprendido.
Repito, no la conocí. Es probable que esta crónica le quedara mejor a otra persona pero el dolor compartido en los labios de algunos de mis amigos, que antes fueron suyos me ha puesto a escribir. Justamente, procurando alivio, como un remedio casero para aliviar el dolor por su pérdida irreparable.