Hace exactamente cuatro años atrás celebrábamos –muchos de nosotros en la Avenida Paulista y otros tantos en el resto de Brasil y en el exterior-, por fin la victoria de Lula, la victoria del PT, la victoria de la izquierda. Nos encontrábamos con tanta gente que exteriorizaba, en las lágrimas, en los gritos, tantas cosas reprimidas, que venían de lo más profundo: el recuerdo de los compañeros que no pudieron celebrar con nosotros el fin de las frustraciones acumuladas y que un gobierno, que había despedazado el país, terminaba por fin derrotado aquel día.
Celebrábamos, pero con un trago amargo en la garganta. Sabíamos que era nuestro gobierno, pero alguna cosa se nos escapaba. Ganábamos, despedíamos al gobierno Fernando Henrique Cardoso (FHC) con su derrota – lo más importante en aquel momento -, pero se cernían sombras sobre la victoria, que indicaban que ella se nos escapaba. De la “Carta a los brasileños” a “Lulita, paz y amor”, de Duda Mendonça a Palocci, y – confirmando tristemente las sombras, Henrique Meirelles-, algo nos indicaba que nuestra victoria no era necesariamente nuestra victoria, la victoria de la izquierda, la victoria del anti-neoliberalismo, la victoria del “otro mundo posible” por el cual habíamos luchado tanto tiempo.
Habíamos luchado contra las privatizaciones, habíamos luchado contra las (contra) reformas neoliberales, de menos Estado, menos políticas sociales, menos reglamentación, menos derechos laborales, menos empleos formales, menos soberanía, menos esfera pública, menos educación pública, menos cultura pública. Habíamos luchado contra la cesación de los derechos de los trabajadores, de los jubilados, de los trabajadores sin tierra, de las universidades públicas, de la salud pública. Habíamos resistido y en aquel día sentíamos que, a pesar de todo lo que se había dilapidado del país, habíamos derrotado al proyecto neoliberal de FHC, habíamos triunfado.
El día de la posesión y del discurso de Lula en Brasilia parecía el punto de llegada de más de una década de luchas de resistencia, en las que Brasil se había vuelto depositario de las esperanzas de la izquierda de todo el mundo. El Brasil de Lula, del PT, del MST, de la CUT, de Porto Alegre, del presupuesto participativo, del Foro Social Mundial.
Nuestras desconfianzas se confirmaron con más rapidez de lo que suponíamos. Henrique Meirelles, la continuación de las tasas de interés y el superávit primario, constituían las puntas de un iceberg más profundo: la continuación del modelo económico heredado de FHC. Al principio, se la llamó la “herencia maldita”. Pero no fue abierta como paquete, para mostrar al Brasil deshecho y rehecho como Bolsa de Valores en las manos de los tucanes-pefelistas, el Brasil de la privatización de la educación y de la cultura, el del mayor escándalo de la historia del país con la privatización de las estatales – saneadas con el dinero público del Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social (BNDES), para luego ser vendidas a precios ridículos de nuevo con recursos públicos del BNDES.
En nombre de la superación de esa “herencia” nos fue impuesta una (contra) reforma de las pensiones, que desató un fatal desencuentro entre los movimientos sociales y el gobierno, porque señalaba el camino de “reconquistar la confianza del mercado” a expensas de los derechos sociales de los trabajadores. Nuestro gobierno hacía lo que se llegó a decir que haríamos, “lo que FHC no había tenido coraje de hacer”, sin decir que era porque no tuvo fuerza, por la resistencia que le opusimos.
No tardó mucho para que el modelo –denominado al comienzo la “herencia maldita” – fuese perennizado, con el mantenimiento de las tasas de interés reales más altas del mundo, con un superávit primario más alto que el definido por el FMI, con la dictadura de las “compensaciones” de recursos a cargo del equipo económico, que pasó a tener el poder de definir cuantos recursos se destinarían (o no) para las políticas sociales, cuál sería el aumento posible del salario mínimo y todo lo que debería ser la referencia central del gobierno, para poder cumplir la “prioridad de lo social”, aspecto por el cual había sido elegido.
De esta manera se perpetuó el modelo, luego se afirmó que esto era el mejor, se
agradeció al antecesor de Lula por la herencia – a partir de allí rebautizada de bendita – que había dejado y se afirmó que “si yo tuviese diez años, diez años mantendría este superávit primario”. Acompañaba a esta política, un discurso desmovilizador, de auto-complacencia, que no señalaba cuáles eran los adversarios, los que habían generado el país más injusto del mundo, que llevó a Lula a la Presidencia para redimirlo y no para mantenerlo.
Nunca sentimos tanta amargura. Porque una cosa era ver al país despedazado por los que nos habían derrotado, otra era ver un equipo en el Banco Central, completamente ajeno a toda la tradición de los economistas del PT, atribuirse el derecho de predominar sobre lo dio notoriedad al PT: sus políticas sociales. Otra cosa era ver a los grandes empresarios imponer sus intereses ligados a los agro-negocios-exportadores, de diseminación de los transgénicos, sobre los de los sin tierra, la reforma agraria, la economía familiar, la autosuficiencia alimentaria en nuestro gobierno. Otra cosa era ver a las radios comunitarias reprimidas en lugar de ser apoyadas, la prensa alternativa sobrevivir a duras penas, mientras el gobierno continuaba alimentando a los grandes monopolios anti-democráticos de los mass media privados. Otra cosa era ver a los softwares alternativos subestimados o excluidos en favor de los grandes lobbies de las corporaciones privadas. Todo eso, por nuestro gobierno.
Fue duro, fue muy duro. Quizás hubiese sido más fácil – si todo fuese pensado desde el punto de vista de la biografía individual de cada uno – haber roto, haberse ido, haber dicho todo lo que lo gobierno merecía oír, en todos los tonos y sonidos. Pero habría significado decir que habíamos sido irremediablemente derrotados, que todo lo que habíamos hecho en las décadas anteriores había desembocado en una inmensa derrota. Habría significado abandonar las trincheras de lucha que habíamos construido con tanto esfuerzo y sacrificio.
Ganas no faltaban. En ciertos momentos habría sido mucho más fácil dejar que corran sueltas las palabras, adherir a la teoría de la “traición”, refugiarnos en las denuncias y abandonar la posibilidad de construir una alternativa concreta.
Como si no fuese suficiente todo eso, vinieron los “escándalos”: Waldomiro Diniz, Roberto Jéferson, el “mensualazo”, las “sanguijuelas”: cada uno como un nuevo puñal en nuestro corazón. La imagen ética del PT, construida como la niña de nuestros ojos, era revertida. Nos volvíamos el partido de los “mayores escándalos de la historia del país”. La palabra “petista” pasaba a ser revestida de una imagen de desconfianza y de “corrupción”. Nada peor podía acontecer a un partido que había nacido, crecido, fortalecido y se había vuelto victorioso con las banderas de la “justicia social y de la ética en la política”. No éramos fieles ni a la una ni a la otra.
Sin embargo no nos fuimos. Nos quedamos. Seguimos intentando encontrar los hilos para retomar el camino del que nos habíamos desviado. Sabíamos que los grandes enfrentamientos todavía estaban por darse. Sabíamos que nuestra política externa era la correcta y se había vuelto esencial para el continente, ahora lleno de gobiernos progresistas, como nunca en la historia de América Latina. Sabíamos que nos podíamos enorgullecer de Petrobrás – que casi se había tornado en Petrobrax en las manos criminales de los tucanes -, de la autosuficiencia en materia petrolera, de que una de las mayores empresas del mundo había alejado a Brasil de la crisis del petróleo a través de una tecnología de investigación y extracción de petróleo en aguas profundas, con tecnología nacional y pública.
Sabíamos que la privatización en la educación, que había hecho proliferar facultades y universidades privadas como verdaderos centro comerciales que vendían educación como Big Mac, había terminado. Que se fortalecían las universidades públicas, que pasábamos a tener, por primera vez, políticas públicas de cultura, abiertas a la creatividad y a la diversidad popular. Que Lula no era FHC, que el PT no era el PSDB. Que los movimientos sociales no eran ya criminalizados y reprimidos. Que la relación con Venezuela, Bolivia, Cuba, Argentina y Uruguay era de hermandad y no de prejuicios de quien mira hacia el Norte y hacia fuera. Que el ALCA había sido quebrado y derrotado por nuestra política externa. Que Brasil había sido el principal responsable de la reaparición del Sur del mundo en el escenario internacional con el Grupo de los 20 y las alianzas con Sudáfrica e India. Que las políticas sociales del gobierno, pese a no ser las que históricamente habían caracterizado al PT, cambiaban, por primera vez las manecillas de la desigualdad – la mayor del mundo, el mayor desafío de la historia brasileña – en el sentido positivo. Que no solo por solidaridad con la amplia mayoría de los brasileños – pobres, miserables, excluidos, discriminados, humillados y ofendidos secularmente -, teníamos que valorizar esas políticas sociales.
Nos quedamos también porque sabíamos que irse sería volver a caer en la vieja e infértil tentación del refugio en el doctrinarismo, camino justamente que el PT se había propuesto superar. Ello sería reanudar el viejo circulo de Sísifo, interminable proceso de avances, victoria, “traición” y reanudación de la resistencia. Como una tragedia griega que había condenado a la izquierda a tener razón, pero siempre a ser derrotada A tener vergüenza y desconfianza de la izquierda que triunfa. De los desafíos que la construcción de una hegemonía alternativa pone frente a nosotros.
Valió la pena habernos quedado, haber continuado en la lucha, haber creído que este es el mejor espacio de lucha, de acumulación de fuerzas, de construcción de alternativas para Brasil. No porque hayamos triunfado en las elecciones. Claro que también por ello. Porque derrotamos al gran monopolio privado de los mass media, demostrando que es posible e indispensable construir formas democráticas de expresión de la opinión pública, quitándola de las manos oligopólicas de las cuatro familias que se creían dueñas de lo que se piensa en Brasil. Claro que porque derrotamos el bloque tucano-pefelista – y de carambola mandamos a la jubilación política a Tasso Jereissatti, a la ACM, Jorge Bornhausen, a FHC -, derrotamos la derecha.
Pero sobre todo porque recuperamos la posibilidad de construir ese “otro Brasil”, camino que parecía clausurado por tanto superávit fiscal, tasas de interés exorbitantes y tantas denuncias. Nos recuperamos, en especial en la segunda vuelta, porque llamamos la derecha, derecha. Hablamos un poco de las desgracias que ellos causaron a Brasil: por fin abrimos el dossier de la “herencia maldita”. Criminalizamos las privatizaciones, posibilitando que apareciese a la superficie la condena mayoritaria de los brasileños a un proceso embellecido y sacralizado por los mass media y por los emisarios del gran capital privado dentro de ella. Porque apelamos a la movilización popular, porque hicimos una campaña de izquierda en la segunda vuelta. Porque comparamos el gobierno de ellos con el nuestro que, incluso con todas sus flojeras, se mostró incuestionablemente superior al de ellos. Fue eso lo que triunfó. Triunfamos por lo que cambiamos, no por lo que mantuvimos. Ganamos porque nos mostramos diferentes y no iguales a ellos.
Celebramos ahora de nuevo, en la Avenida Paulista y en muchos otros sitios y sobre todo en esos millones de casas de beneficiados de la Bolsa Familia, de la electrificación rural, de los microcréditos, del aumento del salario mínimo, que sobre todo los dignifica, al sentirse tomados en cuenta y representados. Es en esas casas donde nunca se dudó que este gobierno es mejor que todos los otros. Que nos habían dado la lección de la tenacidad y de la resistencia contra las campañas terroristas de los mass media.
Celebramos con el mismo trago amargo en la garganta, pero con esperanza y con más confianza. Celebramos el derecho de tener otra oportunidad. Celebramos la fuerza que conseguimos construir y reconstruir. Celebramos el derecho de salir de la política económica conservadora que impidió el crecimiento económico y que podría bloquear la extensión del crecimiento social en caso que perdure la dictadura de las “compensaciones” de recursos. Celebramos el derecho de desterrar esa maldita expresión – “compensación” – del vocabulario político del gobierno.
Celebramos el derecho a reabrir espacios de lucha y de esperanza que nuestros errores habían amenazado con cerrarlos. Celebramos porque conseguimos salvarnos de una derrota que habría condenado a la izquierda – y con ella, al país – a muchos años de nuevos retrocesos. Celebramos porque bloqueamos la posibilidad de regresiones en América Latina y seguimos sumándonos a los procesos de integración. Celebramos porque en este momento firmamos un acuerdo con Bolivia, demostrando que el camino del diálogo y del entendimiento con los países amigos es el camino correcto.
No fue fácil mantener la dignidad y esperanza, incluso durante la campaña. Pero resistimos, con dignidad, hasta que triunfamos. Y reconquistamos el derecho a la esperanza. Sobre todo en la segunda vuelta, con una campaña de izquierda, de reivindicar el Brasil que queremos, señalando los enemigos de un Brasil justo y solidario: las fuerzas políticas, mediáticas, económicas, las elites tradicionales.
Ganamos el derecho a luchar, a luchar por un gobierno que por fin promueva la prioridad de lo social, que sea un gobierno posneoliberal, trabaje por la construcción de una democracia con alma social.
Celebremos, porque merecemos la victoria, a pesar de nuestros errores. Pero para estar a la altura de nuestra victoria, tenemos que hacer de ella una victoria de la izquierda. Una victoria que esté a la altura del emocionante apoyo que el gobierno recibió, a lo largo de toda la campaña, de los más pobres, de los más marginados, de los que constituyen la amplia mayoría de los brasileños, de los que trabajan más y ganan menos. De los que supieron, como nadie, resistir al torrente de propaganda que los mass media difundieron sobre todos. Hacer del nuevo gobierno, ante todo el gobierno de ellos. De todos los brasileños, pero sobre todo de los que siempre habían sido marginados, excluidos, reprimidos, que siempre vivieron y murieron sobreviviendo, en el anonimato, en el silencio, en el abandono.
Celebremos, pero juremos nunca más dejar que nuestro gobierno se desvíe del camino del desarrollo económico y social, de las políticas de universalización de los derechos, de democratización de los mass media, de socialización de la política y del poder. Nunca más aceptemos que nuestro gobierno se confunda con el gobierno de los otros, haga y diga lo que los otros dijeron, legándonos la “herencia maldita”.
Celebremos y reanudemos la lucha, en condiciones mejores, por ese “otro Brasil posible” que está al alcance de nosotros, del gobierno, del PT, de la izquierda, de los movimientos sociales, de la intelectualidad crítica, de la militancia política y cultural. De esa lucha depende el segundo gobierno Lula, que conquistamos con mucho sufrimiento y tenacidad.
Supimos decir “No a la derecha”, sepamos decir “FHC nunca más”, sepamos construir la “prioridad de lo social”, sepamos derrotar a la derecha en todos los planos, sepamos construir un Brasil justo, solidario, democrático y humanista. Para volver a celebrar de aquí a cuatro años, sin tragos amargos, sin desconfianza, con el corazón y la mente orgullosos del país que supimos construir. (Traducción ALAI)
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