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El desafío teórico de la izquierda latinoamericana

Las tres estrategias históricas de la izquierda contaron con fuerzas vigorosas en su liderazgo partidos socialistas y comunistas, movimientos nacionalistas, grupos guerrilleros y condujeron experiencias de profunda significación política: la Revolución Cubana, el gobierno de Allende, la victoria sandinista, los gobiernos posneoliberales en Venezuela, Bolivia y Ecuador, la construcción de poderes locales, como en Chiapas, y prácticas de presupuestos participativos, de las cuales la más importante ocurrió en la ciudad de Porto Alegre. Sin embargo, no contamos con grandes síntesis estratégicas que nos permitan usar los balances de cada una de esas estrategias, ni tampoco con un conjunto de reflexiones que favorezca la formulación de nuevas propuestas.

El hecho mismo de que esas tres estrategias hayan sido desarrolladas por fuerzas políticas distintas hace que no ocurran procesos comunes de acumulación, reflexión y síntesis. Mientras los partidos comunistas tuvieron una existencia realmente concreta, promovieron procesos de reflexión sobre sus propias prácticas. Mientras existió, la OLAS hizo lo mismo con los procesos de lucha armada. Los movimientos nacionalistas, en cambio, no establecieron entre sí intercambios suficientes para fomentar algo similar. Hoy, las nuevas prácticas no estimulan la elaboración teórica ni la problematización crítica de las nuevas realidades.

Las estrategias adoptadas en el continente, sobre todo en sus primeros tiempos, sufrieron el peso de los vínculos internacionales de la izquierda latinoamericana con los partidos comunistas en especial, pero también con los socialdemócratas. La línea de “clase contra clase”, por ejemplo, implantada en la segunda mitad de los años veinte y que dificultó la comprensión de las formas políticas concretas de respuesta a la crisis de 1929 de las cuales el gobierno de Getúlio Vargas en Brasil es sólo una de las excepciones, al lado del efímero gobierno socialista de doce días en Chile y de manifestaciones similares en Cuba, fue una importación directa de la crisis de aislamiento de la Unión Soviética en relación con los gobiernos de Europa occidental, y no una inducción a partir de las condiciones concretas vigentes en el continente.

Las movilizaciones lideradas por Farabundo Martí y por Augusto Sandino nacieron de condiciones concretas de resistencia a la ocupación estadounidense y expresaron formas directas de nacionalismo antiimperialista. Los procesos de industrialización en Argentina, Brasil y México surgieron como respuestas a la crisis de 1929. No se asentaron, por lo menos inicialmente, en estrategias articuladas. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) teorizó situaciones cuando, ya al comenzar la segunda posguerra, se abocó a elaborar la teoría de la industrialización sustitutiva de importaciones e, incluso así, era una estrategia económica. Tampoco la revolución boliviana de 1952 diseñó una línea de acción estratégica propia, sólo puso en práctica ciertas reivindicaciones, como la universalización del voto, la reforma agraria y la nacionalización de las minas.

Así, ni el nacionalismo ni el reformismo tradicional asentaron su acción en estrategias, sino que respondieron a demandas económicas, sociales y políticas. Cuando la Internacional Comunista definió su posición de Frentes Antifascistas, en 1935, la aplicación de la nueva orientación se topó con las condiciones concretas vividas por los países de la región. Si la línea de “clase contra clase” respondía a las condiciones particulares de la Unión Soviética, la nueva orientación respondía a la expansión de los regímenes fascistas en Europa. Ninguna de ellas tenía en cuenta las condiciones de América Latina, asimilada a la periferia colonial, sin una identidad particular.

Esa inadecuación tuvo varios efectos concretos. El movimiento liderado por Luís Carlos Prestes en 1935 se mantuvo a horcajadas entre dos líneas: por un lado, organizaba una sublevación centrada en tenientes; por otro lado, no pregonaba un gobierno obrero-campesino sino un frente de liberación nacional, en respuesta a la línea más amplia de la Internacional Comunista. La forma de lucha correspondía a la línea radical de “clase contra clase”, y el objetivo político, al frente democrático. El resultado fue que el movimiento se aisló de la “Revolución del 30” dirigida por Getúlio Vargas, de carácter nacionalista y popular.

El Frente Popular en Chile importó el lema “antifascista” sin que el fascismo se hubiera expandido por el continente. Lo que hubo fue una transposición mecánica del fascismo europeo hacia América Latina, con todos los correlatos de equívocos posibles. Allí, el fascismo se identificó con el nacionalismo y el antiliberalismo, sin ningún sentido antiimperialista. El nacionalismo europeo estuvo marcado por el chauvinismo, por la supuesta superioridad de un Estado nacional sobre los otros y por el antiliberalismo, incluso la democracia liberal. La burguesía ascendente asumió la ideología liberal como instrumento para destrabar la libre circulación del capital de los límites feudales.

En América Latina, el nacionalismo reprodujo el antiliberalismo político y económico, pero asumió una posición antiimperialista por la inserción misma de la región en la periferia en nuestro caso, estadounidense, lo que nos situó en el campo de la izquierda. Sin embargo, las transposiciones mecánicas de los esquemas europeos llevaron a algunos partidos comunistas de aquel período (en Brasil y la Argentina, por ejemplo) a caracterizar a Juan Domingo Perón y a Getúlio Vargas, en ciertos momentos, como reproductores del fascismo en América Latina. Debido a ello, fueron identificados como los adversarios más férreos que debían ser combatidos. El Partido Comunista de la Argentina, por ejemplo, se alió contra Perón en las elecciones de 1945, no sólo con el candidato liberal del Partido Radical, sino también con la Iglesia y la Embajada de EEUU, respondiendo a la idea de que toda alianza contra el mayor enemigo, el fascismo, era válida.

La mayor confusión se produjo no sólo en relación con el nacionalismo, sino también con el liberalismo, que en Europa fue la ideología de la burguesía ascendente, mientras que en América Latina las políticas de libre comercio del liberalismo eran patrimonio de las oligarquías primario-exportadoras. No sólo el nacionalismo tiene luz verde aquí, también el liberalismo.

Fue ese fenómeno el que provocó la disociación entre cuestiones sociales y democráticas, y la asunción de las cuestiones sociales por parte del nacionalismo, en detrimento de las democráticas.

El liberalismo siempre intentó apoderarse de la cuestión democrática, y acusó a los gobiernos nacionalistas de autoritarios y dictatoriales, mientras éstos acusaban a los liberales de gobernar para los ricos y de no tener sensibilidad social, reivindicando para sí la defensa de la masa pobre de la población.

Sólo un análisis concreto de las situaciones concretas habría permitido apropiarse de las condiciones históricas específicas del continente y de cada país. Análisis como los realizados por el peruano José Carlos Mariátegui, el cubano Julio Antonio Mella, el chileno Luis Emilio Recabarren y el brasileño Caio Prado Jr., entre otros, todos ellos análisis autónomos que las direcciones de los partidos comunistas a las que pertenecían sus autores no tuvieron en cuenta. En cambio predominaron las ideas de la Internacional Comunista, que contribuyeron a dificultar el arraigo de los partidos comunistas en esos países.

Cuando el nacionalismo fue asumido por la izquierda, lo fue como fuerza subordinada en alianzas con liderazgos populares que representaban un bloque pluriclasista. Ese largo período no fue teorizado por la izquierda. Las alianzas y las concepciones de los frentes populares no daban cuenta de ese nuevo fenómeno en el que el antiimperialismo sustituía al antifascismo con características muy diferentes.

La revolución boliviana de 1952 fue objeto de interpretaciones enfrentadas porque contenía elementos nacionalistas como la nacionalización de las minas de estaño y populares como la reforma agraria. Pero la participación activa de milicias obreras que sustituyeron al Ejército, la presencia de una alianza obrerocampesina y las revoluciones anticapitalistas posibilitaron otras teorizaciones sobre lo que existía embrionariamente en aquel movimiento pluriclasista: desde un movimiento nacionalista clásico, nacional y antioligárquico, hasta las versiones que le darían un carácter anticapitalista.

La Revolución Cubana cuenta con dos tipos de análisis: el de Fidel, de tipo programático, en La historia me absolverá, y el del Che, en La guerra de guerrillas, sobre la estrategia de construcción de la fuerza político-militar y de lucha por el poder. El texto que Fidel pergeñó como defensa en el proceso contra los atacantes del Cuartel Moncada es un extraordinario análisis de elaboración de un programa político a partir de las condiciones concretas de la sociedad cubana de la época. El análisis del Che describe puntualmente cómo la guerra de guerrillas articuló la lucha político-militar, desde el núcleo guerrillero inicial hasta los grandes destacamentos que compusieron el ejército rebelde, resistió la ofensiva del Ejército regular y desató la ofensiva final que los llevó a la victoria.

Con todo, ya sea por no existir reflexión al respecto, ya sea para mantener el elemento sorpresa importante para la victoria, no hubo un análisis público del carácter del movimiento si era sólo nacionalista, o si era embrionariamente anticapitalista. La Revolución Cubana fue constituyendo, a la luz de los enfrentamientos concretos, su estrategia de rápido pasaje de la fase democrática y nacional a la fase antiimperialista y anticapitalista, conforme la dinámica entre revolución y contrarrevolución iba imponiendo las definiciones. Esa trayectoria no fue tanto motivo de reflexión como sí lo fueron las formas de lucha, y en particular la guerra de guerrillas. Ése fue el gran debate en América Latina después del triunfo cubano: las formas de lucha. ¿Vía pacífica o vía armada? ¿Guerra de guerrillas rurales o guerra popular? La articulación de las cuestiones nacional y antiimperialista con las cuestiones anticapitalista y socialista
fue menos discutida y elaborada.

Las experiencias guerrilleras reprodujeron ese debate, de la misma forma en que el gobierno de la Unidad Popular lo hizo en Chile. Los gobiernos nacionalistas militares, en particular el gobierno peruano de Velasco Alvarado, pero también con menos profundidad los de Ecuador y Honduras, reinstalaron la temática del nacionalismo; sin embargo, su carácter militar no propició su teorización y tampoco fue considerada una alternativa estratégica por la izquierda de aquel momento.

El proceso nicaragüense incorporó las experiencias anteriores de estrategias de lucha por el poder y elaboró una plataforma de gobierno poco definida, adaptada a factores nuevos, de los cuales los más importantes fueron la incorporación de los cristianos y de las mujeres a la militancia revolucionaria y una política exterior más flexible. Fue enfrentando empíricamente los obstáculos que encontró en especial, el asedio militar de los Estados Unidos, sin contribuir con teorías sobre la práctica que desarrollaba.

Así como ocurrió con el caso de la Unidad Popular, la experiencia sandinista fue objeto de una vasta bibliografía, pero no se puede decir que haya conducido a un balance estratégico claro que pudiera dejar una experiencia para el conjunto de la izquierda. El debate sobre Chile estuvo presente en las discusiones de la izquierda en todo el mundo y, por eso, perdió su especificidad como fenómeno chileno y latinoamericano. Los debates sobre Nicaragua, por el contrario, tendieron a centrarse en aspectos importantes como, por ejemplo, las cuestiones éticas, pero no produjeron un balance estratégico de los once años de gobierno sandinista.

Cuando en el mundo la izquierda atravesaba su momento de mayor debilidad, en Brasil se destacaba como una excepción, a contramano de las tendencias generales, sobre todo de los cambios regresivos radicales en las correlaciones de fuerza internacionales. Lula se proyectó como alternativa de dirección política ya en las primeras elecciones, en 1989, al llegar a la segunda vuelta; por primera vez, la izquierda aparecía en Brasil como fuerza alternativa real de gobierno en el año de la caída del Muro de Berlín y del fin del campo socialista, con fuertes indicios de disgregación de la Unión Soviética y del triunfo de los Estados Unidos en la Guerra Fría y con el retorno a un mundo unipolar, bajo la hegemonía imperial estadounidense.

Por ese entonces, Carlos Menem y Carlos Andrés Pérez triunfaban en la Argentina y en Venezuela, respectivamente, y no sólo extendían así las experiencias neoliberales a fuerzas nacionalistas y socialdemócratas, sino que apuntaban a la generalización de esas políticas en el continente. A eso se sumó la elección de Fernando Collor de Mello, que había derrotado a Lula en Brasil, y la Concertación (alianza de la Democracia Cristiana con el Partido Socialista) en Chile, en 1990. En febrero de ese mismo año el sandinismo fue derrotado en las urnas. Cuba ya había entrado en el “período especial”, durante el cual enfrentaría, con grandes dificultades, las consecuencias del fin del bloque socialista al que estaba estructuralmente integrada.

En ese momento, en Brasil se concentraban experiencias que aparentemente hablaban de una nueva vertiente de la izquierda postsoviética, según algunos; postsocialdemócrata, según otros. Además de Lula y del PT, los años ochenta habían visto surgir a la CUT, la primera central sindical legalizada en la historia del país; al MST, el más fuerte e innovador movimiento social en el país, y el crecimiento de las políticas de presupuesto participativo en las municipalidades, en general bajo las directivas del PT. Por todos estos factores, la ciudad brasileña de Porto Alegre más tarde sería elegida sede de los FSM.

Se proyectaron así sobre la izquierda brasileña, y en particular sobre el liderazgo de Lula y sobre el partido petista, grandes esperanzas de que se abriría un nuevo ciclo de una izquierda renovada. Sin entrar en el análisis detallado de una experiencia tan compleja como la del PT y el liderazgo de Lula, es preciso destacar que, desde el comienzo, se proyectaron sobre ambos expectativas que no tenían fundamento en experiencias concretas ni en los rasgos políticos e ideológicos que esas experiencias asumieron con el paso del tiempo.

Componentes de la izquierda anterior y de corrientes internacionales hicieron de Lula no sólo un dirigente obrero clasista, vinculado a las tradiciones de los consejos obreros, sino un dirigente de un partido de izquierda gramsciano, de un nuevo tipo, democrático y socialista. Lula no era nada de eso, pero tampoco era un dirigente a imagen y semejanza de aquello en lo que se había convertido el PT. Se formó como dirigente sindical, de base, en la época en que los sindicatos estaban prohibidos por la dictadura; un dirigente negociador directo con las entidades patronales, un gran líder de masas, pero sin ideología. Nunca se sintió vinculado a la tradición de la izquierda, ni a sus corrientes ideológicas, ni a sus experiencias políticas históricas. Se afilió a una izquierda social si podemos considerarla de ese modo, sin tener necesariamente vínculos ideológicos y políticos con ella. Buscó mejorar las condiciones de vida de la masa trabajadora, del pueblo o del país, según su vocabulario se fue transformando a lo largo de su carrera. Se trata de un negociador, de un enemigo de las rupturas, por lo tanto, de alguien sin ninguna propensión revolucionaria radical.

Esos rasgos deben ser enmarcados en las situaciones políticas que Lula enfrentó hasta convertirse en el Lula real. Sólo así se podrá intentar descifrar el enigma Lula.

Uno de los elementos de la crisis hegemónica latinoamericana es la falta de teorización al respecto. Con excepción del caso boliviano, que puede apoyarse en las producciones del grupo Comuna, en general los avances de los procesos posneoliberales ocurrieron por ensayo y error, y sobre los eslabones de menor resistencia de la cadena neoliberal. Ese proceso ya superó su fase inicial, cuando como dijimos obtuvo avances relativamente fáciles, hasta que la derecha se reorganizó y recuperó su capacidad de iniciativa. A partir de entonces, las elaboraciones teóricas que permitan la comprensión de la situación histórica real que afronta el continente, con sus elementos de fuerza y de debilidad, sus correlaciones de fuerza reales, concretas y globales, sus desafíos y sus posibles líneas de superación se han vuelto condición indispensable para el enfrentamiento y la superación de los obstáculos.

Desde que la hegemonía neoliberal se consolidó, la resistencia a ese modelo y las luchas de los movimientos sociales, incluso la organización del FSM, desplazaron la reflexión hacia el plano de la denuncia y de las resistencias, y soslayaron la cuestión política y estratégica. O sea, se tendió a la definición de un supuesto espacio de la sociedad civil como territorio privilegiado de actuación, en detrimento de la política, del Estado y, con ellos, de los temas de estrategia y construcción de proyectos hegemónicos alternativos y de nuevos bloques sociales y políticos. Esa postura teórica disminuyó con creces la capacidad de análisis de las fuerzas antineoliberales, que casi se limitaron a exaltar las posturas de resistencia y el valor de las movilizaciones de base, en desmedro de las posiciones de los partidos y de los gobiernos.

Los nuevos movimientos no contaron con una actualización del pensamiento estratégico latinoamericano en la que pudieran apoyarse, y ni siquiera con balances de las experiencias positivas y/o negativas anteriores. Lo que agravó todavía más la situación fueron los cambios radicales a escala mundial: el pasaje de un mundo bipolar a un mundo unipolar bajo la hegemonía imperial estadounidense y del modelo regulador al neoliberal, ambos ocurridos en un período histórico que implicó serias consecuencias para América Latina. Entre ellas, la regresión en los marcos de inserción de los países del continente en el mercado mundial, resultado de la apertura neoliberal, y el debilitamiento de los Estados nacionales.

Teorizaciones como las de Holloway y Toni Negri aparecían como adecuaciones a situaciones reales que, en vez de proponer soluciones estratégicas, intentaban hacer del vicio virtud. Aunque distintas en sus esbozos teóricos, ambas terminaron por acomodarse a la falta congénita de estrategia por parte de quienes rechazaban el Estado y la política para refugiarse en una mítica “sociedad civil” y en una reduccionista “autonomía de los movimientos sociales”, renunciando a las reflexiones y las proposiciones estratégicas y dejando así al campo antineoliberal sin armas para responder a los desafíos de la crisis de hegemonía, que se hicieron más evidentes cuando la disputa hegemónica pasó a estar a la orden del día.

Ya analizamos cómo ese factor afectó el proceso venezolano, cómo el boliviano encontró una solución original y cómo el ecuatoriano se apoyó en soluciones híbridas, aunque creativas. El posneoliberalismo trajo nuevos desafíos teóricos que, por las nuevas condiciones que las luchas sociales y políticas enfrentan en el continente, iluminan una práctica necesariamente novedosa y, más que en cualquier otro momento, requieren reflexiones y propuestas estratégicas orientadas según las coordenadas de las nuevas formas de poder. Las propuestas del grupo boliviano Comuna, como mencionamos, son una excepción: constituyen el conjunto de textos más rico con que cuenta la izquierda latinoamericana, un ejemplo único en su historia por la capacidad de conjugar trabajos académicos y análisis individuales de gran creatividad teórica de autores como Álvaro García Linera, Luis Tapia, Raúl Prada, entre otros, a intervenciones políticas directas. En estas condiciones, García Linera se convirtió en vicepresidente de la República y Prada fue un importante parlamentario constituyente.

Las dificultades para desarrollar una teoría a partir de la práctica que hoy enfrenta la izquierda latinoamericana se deben a varios factores. Entre ellos, podemos resaltar la dinámica asumida por la práctica teórica, esencialmente concentrada en las universidades, que sufrió los efectos del cambio de período en el plano académico: ofensiva ideológica del liberalismo; reclusión en la división del trabajo interno de las universidades, en particular por la especialización; refugio en posiciones poco críticas, que tienden a ser doctrinarias y no dan lugar a las alternativas.

Por otro lado, los procesos de superación real del neoliberalismo introdujeron temas alejados de la dinámica de la reflexión académica, como el de los pueblos originarios y los Estados plurinacionales, la nacionalización de los recursos naturales, la integración regional, el nuevo nacionalismo y el posneoliberalismo, que están muy alejados de los que suelen abordarse en los cursos universitarios y de aquellos privilegiados por las instituciones de fomento e investigación. Éstas privilegiaron las propuestas definidas por las matrices fragmentadas de las realidades sociales, desvalorizando interpretaciones históricas globales, y a la vez acentuaron la fragmentación entre las distintas esferas económica, social, política y cultural de la realidad concreta.

Además, no debemos olvidar los efectos de la crisis ideológica que afectó las prácticas teóricas en la transición del período histórico anterior al actual, con la descalificación de los llamados megarrelatos y la utilización generalizada de la idea de crisis de los paradigmas. A raíz de eso, se abandonaron los modelos analíticos generales y se adhirió al posmodernismo, con las consecuencias señaladas por Perry Anderson: estructuras sin historia, historia sin sujeto, teorías sin verdad, un verdadero suicidio de la teoría y de cualquier intento de explicación racional del mundo y de las relaciones sociales.

Temas esenciales para las estrategias de poder, como el poder mismo, el Estado, las alianzas, la construcción de bloques alternativos de fuerzas, el imperialismo, las alianzas externas, los análisis de las correlaciones de fuerzas, los procesos de acumulación de fuerzas, el bloque hegemónico, entre otros, quedaron desplazados o prácticamente desaparecieron, en especial a medida que los movimientos sociales pasaron a ocupar un lugar protagónico en las luchas antineoliberales. El pasaje de la fase defensiva a la fase de disputa hegemónica ha de significar como significa en los textos del grupo Comuna y en los discursos de Hugo Chávez y Rafael Correa una recuperación de esas temáticas, una actualización para el período histórico de la hegemonía neoliberal y la lucha desmercantilizadora. Refugiarse en la óptica de simple denuncia, sin compromiso con la formulación y la construcción de alternativas políticas concretas, tiende a distanciar a una parte importante de la intelectualidad de los procesos históricos concretos que el movimiento popular enfrenta en el continente, y de ese modo lo condena a intentos empíricos de ensayo y error, en la medida en que no cuenta con el apoyo de una reflexión teórica comprometida con los procesos de transformación existentes.

La tentación contraria es grande. Dado que Fidel Castro no es Lenin, el Che no es Trotsky, Hugo Chávez no es Mao Tsé-Tung, Evo Morales no es Ho Chi Minh y Rafael Correa no es Gramsci, sería más fácil rechazar los procesos históricos reales, porque no corresponden a los sueños de revolución construidos con el impulso de otras eras, que intentar descifrar la historia contemporánea con sus enigmas específicos. En fin, intentar reconocer los signos del nuevo topo latinoamericano o quedar relegado a los compendios a los que son reducidos los textos clásicos por las manos poderosas y sectarias de quienes tienen miedo de la historia.

Refugiarse en las formulaciones de los textos clásicos es el camino más cómodo, pero también el más seguro para la derrota. Las derrotas no se explican por razones políticas, sino morales y la “traición” es la más común. La falta de respuesta política lleva a visiones infrapolíticas, morales. El diagnóstico de Trotsky sobre la Unión Soviética es el modelo opuesto: se trata de la explicación política, ideológica y social de los caminos abiertos por el poder bolchevique. Por eso pasó de la tesis de la revolución “traicionada” a la afirmación sustancial del Estado bajo la hegemonía de la burocracia.

La defensa de los principios supuestamente contenidos en los textos de los clásicos parece explicarse por sí misma, pero no da cuenta de lo esencial: ¿por qué las visiones de la ultraizquierda, doctrinarias, extremistas, nunca triunfan, nunca consiguen convencer a la mayoría de la población, nunca construyeron organizaciones que estén en condiciones de dirigir los procesos revolucionarios? Se identifican con los grandes balances de las derrotas, pero nunca conducen a procesos de construcción de fuerzas políticas revolucionarias. No es casual que su horizonte acostumbre ser la polémica en el interior de la ultraizquierda y las críticas a los otros sectores de izquierda, sin protagonizar grandes debates nacionales, sin enfrentar centralmente a la derecha o participar de la disputa hegemónica. Aquellos que sólo aparecen en los espacios públicos para criticar a los sectores de izquierda, muchas veces valiéndose de los espacios mediáticos de los órganos de la derecha, perdieron de vista a sus enemigos fundamentales, los grandes enfrentamientos con la derecha.

El desafío es encarar las contradicciones de la historia en las condiciones concretas de los países de la América Latina de hoy y desentrañar los puntos de apoyo para así construir el posneoliberalismo. El grupo Comuna supo hacerlo porque releyó la historia boliviana, en especial a partir de la revolución de 1952, descifró su significado, hizo las periodizaciones posteriores de la historia del país, comprendió los ciclos que llevaron al agotamiento de la fase neoliberal, consiguió deshacer los equívocos de la izquierda tradicional en relación con los sujetos históricos y realizó el trabajo teórico indispensable para concertar el casamiento entre el liderazgo de Evo Morales y el resurgimiento del movimiento indígena como protagonista histórico esencial del actual período boliviano. Pudo así recomponer la articulación entre la práctica teórica y la política, y ayudar al nuevo movimiento popular a abrir los caminos de lucha por las reivindicaciones económicas y sociales en los planos étnico y político.

Ese trabajo teórico es indispensable y sólo se puede hacer a partir de las realidades concretas de cada país, articuladas con la reflexión sobre las interpretaciones teóricas y las experiencias históricas acumuladas por el movimiento popular con el paso del tiempo. La realidad es implacable con los errores teóricos. La América Latina del siglo XXI requiere y merece una teoría a la altura de los desafíos presentes.

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por: Emir Sader , filósofo, cientista político e professor da Universidade Estadual do Rio de Janeiro (UERJ), onde coordena o Laboratório de Políticas Públicas

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