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La teología cubana desde la perspectiva martiana

Agradecemos profundamente esta invitación, sobre todo por el tema que se nos ha escogido –no digo que se nos ha impuesto, pero sí escogido–, que, realmente, es un tema en el cual tendremos que dar, tanto Fina como yo, los primeros pasitos, como el niño que empieza a caminar. Me refiero al tema de la teología cubana. Pero lo que nos ha animado a aceptar esta invitación, es sobre todo lo que dice la invitación después, el título que se nos propuso: “La teología cubana desde la perspectiva martiana”. Y en ese aspecto, sí pudiéramos, quizás, abordar algunas ideas.
La posibilidad de una teología cubana comienza, a mi juicio, cuando el presbítero José Agustín Caballero publica en el Papel Periódico de La Habana, entre el 5 y el 8 de mayo de 1791, un artículo instando a los cosecheros de azúcar a mejorar las condiciones de los calabozos de sus ingenios. El presbítero firmaba ese artículo con el seudónimo “amigo de los esclavos”, y terminaba en lo esencial con las siguientes palabras:

Quiera Dios que esta hojilla produzca los buenos efectos que me propongo y espero ver coronados, en los que me sigan cuando oigan del Supremo Juez, estaba encarcelado y me visitaste, me aliviaste redimiendo de estrecheces tan amargas [esto en la fecha que fue escrito y publicado, fue muy notable] a unos entes de nuestro mismo calibre [ nuestros hermanos], a nuestros hermanos y prójimos que debemos tributar la más sincera compasión y benevolencia [dense cuenta lo que era esto dirigido a los esclavistas, a los dueños de esclavos, de ingenios en aquel momento]; a unos brazos que sostienen nuestros trenes [en el sentido de pompas, de ostentación], mueblan nuestras casas, cubren nuestras mesas, equipan nuestros roperos, mueven nuestros carruajes, y nos hacen gozar los placeres de la abundancia [y habla en primera persona y en plural porque se trata de la clase a la que él mismo pertenecía, no podía evitarlo].

Como puede comprobarse, el pasaje aludido por el presbítero Caballero es aquel de Mateo 25 en que el Supremo Juez, respondiendo al asombro de los justos, cuando son llamados al Reino por haberse compadecido de Él (del supremo Juez, de Cristo, de Dios, de la Trinidad), les res-ponde: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños [desde luego, quiere decir más desvalidos, más perseguidos, etc.] a mí me lo hicisteis.”
Este es un pasaje tremendo, como todos sabemos, de Mateo 25. Ochenta años más tarde, en El presidio político, después de describir las torturas a que era sometido el anciano Nicolás del Castillo, escribe José Martí (que como sabemos venía de leer o releer la Biblia en El Abra, en la casa de la familia Sardá, a quienes debió el indulto, en Isla de Pinos):

Ese, ese es Dios; ese es el Dios que os tritura la con-ciencia, si la tenéis; que os abraza el corazón, si no se ha fundido ya al fuego de vuestra infamia. El mar-tirio por la patria es Dios mismo, como el bien, como las ideas de espontánea generosidad universales. Apaleadle, heridle, magulladle. Sois demasiado viles para que os devuelva golpe por golpe y herida por herida. Yo siento en mí a este Dios, yo tengo en mí a este Dios; este Dios en mí os tiene lástima, más lás-tima que horror y que desprecio.

Hasta aquí, este pasaje, para mí siempre estremecedor de El presidio político, y dando un paso definitivo hacia su liberación espiritual, venciendo definitivamente el odio, escribirá: “Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo”, e incluso llega a confesar que siente piedad por aquellos flageladores, lo que certifica la veracidad de esta declaración en su primer cuaderno de apuntes también de 1871, recién llegado de España:

Cristiano [autodefiniéndose], pura y simplemente cristiano.- Observancia rígida de la moral,- mejoramiento mío, ansia por el mejoramiento de todos, vida por el bien, mi sangre por la sangre de los demás;- he aquí la única religión, igual en todos los climas, igual en todas las sociedades, igual e innata en todos los corazones.

Palabras donde ya asoma la intuición de una religión innata, natural, que Martí atribuirá también a la prédica paulina de José de la Luz en el que llamó “el santo colegio de El Salvador”. El mismo apunte juvenil, continúa:

Cuando yo era niño, muy niño, la idea no adquirida de Dios se unía en mí a la idea adquirida de adoración.- Hoy, que se ha obrado en mí por mí mismo, esta revolución que acato porque es natural [fíjense como ya era el revolucionario que empezaba a revolucionarse a sí mismo], y me regocija porque deslinda y precisa, la idea de Dios ha sobrevivido a mis an- tiguas ideas,- la idea de adoración ha pasado para no volver jamás.

En realidad no podemos estar totalmente seguros de esto último, si recordamos la experiencia contemplativa de lo que en un apunte llamó “la tarde de Emerson”, cuya lectura, a los que no la hayan hecho todavía, les recomiendo encarecidamente. Y lo que en otro apunte (apunte para sí mismo, que no pensó nunca que se llegara a publicar) dijo: “Soy un místico más… He padecido con amor”.
De todos modos, aquellas líneas nos devuelven al aroma familiar hogareño de otra frase suya inolvidable: “el Pa-dre nuestro es la niñez”, testimonio en el fondo alusivo al padre que llevaba en la médula (como dijo), la honradez, y a la madre, en la que en su última despedida dice: “y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio?”
El sacrificio redentor adquiere en Martí un sentido histórico, incluso político. A una generación de esclavos, por ejemplo, piensa, tiene que suceder una generación de már-tires. En todo caso, Mateo 25 resonará definitivamente en los más fundamentales versos de José Martí:

Con los pobres de la tierra
Quiero yo mi suerte echar

En cuanto a la religiosidad, que, según él, está en la esencia de nuestra naturaleza, y en cuanto al cristianismo puro y al que podemos llamar histórico, he aquí su juicio entero, tal como aparece en las páginas 391-392 del tomo 19 de sus Obras completas. A aquellos que ya lo hayan leído pienso que no les molestará en absoluto que lo releamos:

Hay en el hombre un conocimiento íntimo, vago, pe-ro constante e imponente, de UN GRAN SER CREADOR: [y estas palabras las escribe todas con mayús- culas] Este conocimiento es el sentimiento religioso, y su forma, su expresión, la manera con que cada agrupación de hombres concibe este Dios y lo adora, es lo que se llama religión. [Es como una clase que está dando, en una escuela invisible, en la que todos seguimos estando] Por eso, en lo antiguo, hubo tantas religiones como pueblos originales hubo; pero ni un solo pueblo dejó de sentir a Dios y tributarle culto. La religión está, pues, en la esencia de nuestra naturaleza. Aunque las formas varíen, el gran sentimiento de amor, de firme creencia y de respeto, es siempre el mismo. Dios existe y se le adora.

Entre las numerosas religiones, la de Cristo ha ocupado más tiempo que otra alguna los pueblos y los si-glos: esto se explica por la pureza de su doctrina mo- ral, por el desprendimiento de sus evangelistas de los cinco primeros siglos, por la entereza de sus mártires, por la extraordinaria superioridad del hombre celestial que la fundó. [Sabemos también que en otro apunte escribió de Cristo que era el hombre de mayor idealidad que había existido en el universo.] Pero la razón primera [de esa perduración, de esa universalización del cristianismo] está en la sencillez de su predicación que tanto contrastaba con las indignas argucias, nimios dioses y pueriles argumentos con que se entretenía la razón pagana de aquel tiempo, y a más de esto, en la pura severidad de su moral tan olvidada ya y tan necesaria para contener los indignos desenfrenos a que se habían entregado las pasiones en Roma y sus dominios.

Pura, desinteresada, perseguida, martirizada, poética y sencilla, la religión del Nazareno sedujo a todos los hombres honrados, airados del vicio ajeno y ansiosos de aires de virtud; y sedujo a las mujeres, dis-puestas siempre a lo maravilloso, a lo tierno y a lo bello. Las exageraciones cometidas cuando la religión cristiana, que como todas las religiones, se ha desfigurado por sus malos sectarios; la opresión de la inteligencia ejercida en nombre del que predicaba precisamente el derecho natural de la inteligencia a libertarse de tanto error y combatirlo, y los olvidos de la caridad cristiana a que, para afirmar un poder que han comprometido, se han abandonado los hijos extraviados del gran Cristo, no deben inculparse a la religión de Jesús, toda grandeza, pureza y verdad de amor. El fundador de la familia no es responsable de los delitos que comenten los hijos de sus hijos.

Todo pueblo necesita ser religioso. No sólo lo es esencialmente, sino que por su propia utilidad debe serlo. Es innata la reflexión del espíritu en un ser superior; aunque no hubiera ninguna religión todo hombre sería capaz de inventar una, porque todo hombre la siente. Es útil concebir UN GRAN SER ALTO; porque así procuramos llegar, por natural ambición, a su perfección, y para los pueblos es imprescindible afirmar la creencia natural en los premios y castigos y en la existencia de otra vida, porque esto sirve de estímulo a nuestras buenas obras, y de freno a las malas. La moral es la base de una buena religión. La religión es la forma de la creencia natural en Dios y la tendencia natural a investigarlo y reverenciarlo. El ser religioso está entrañado en el ser humano. Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste la garantice.

Hasta aquí este credo de José Martí, que aparece en sus Obras completas, donde tantas cosas no aparecen porque se perdieron. Pero esta, afortunadamente, se salvó, y para nosotros es esencial.
Desde luego, como ya advertí en una reunión que tuvimos y en la que estuvieron presentes el reverendo Raúl Suárez y otros hermanos y compañeros en el Centro Me-morial Dr. Martin Luther King, Jr., nada más lejos de José Martí que pretender que aquellas cosas que él pensó deben ser obligatorias, ¿está claro? Porque lo más grande que nos enseñó José Martí es a pensar por nosotros mismos, a ser dueños de nuestros pensamientos. Esa absoluta libertad es la esencia de la enseñanza martiana.
Ahora bien, una de las tres fuentes cubanas de la religiosidad de Martí fue, sin dudas, creo yo, el presbítero Caballero, a quién llamó “padre de los pobres y de nuestra filosofía”. No sabemos si él llegó a leer el artículo que cité antes del presbítero Caballero en El Papel Periódico, pero seguramente conoció la gran obra social que realizaba en la Sociedad Patriótica de La Habana. Lo llamó “padre de los pobres y de nuestra filosofía”, esto último, de nuestra filosofía, por su eclecticismo militante, y por haber sostenido (esto tiene que ver con la observación que hice antes) que es vano atentado, dijo el padre Caballero, poner prisiones a un entendimiento, eso no se puede hacer, sencillamente no, porque el entendimiento es, per se, libre.
La otra fuente fue, sin duda, el padre Félix Varela, que no sólo fue nuestro primer gran independentista, sino que, en sus Cartas a Elpidio, recalcó (y es algo que yo estoy continuamente subrayando en defensa de la buena Edad Media, que no toda fue ni mucho menos oscurantista) el mensaje evangélico de justicia social de los padres de la Iglesia.
Recordamos, por ejemplo, a San Basilio el Magno, en el siglo iv, cuando les dijo a los ricos abiertamente: ustedes dan limosnas. ¿Cómo limosnas? Ustedes lo que tienen es que devolver lo que han robado. Este es uno de sus ar-gumentos citado, entre otros, en San Agustín y Santo To-más, y también en las Cartas a Elpidio. A Varela, Martí, como sabemos, lo llamó el santo cubano.
La otra fuente fue José de la Luz, maestro de su maestro Mendive y de la generación que inició la guerra del 68, a quien llamó el padre, el silencioso fundador que quiso hacer hombres antes que libros. De él escribió en Patria Martí que “la piedad que regó en vida, ha creado desde su sepulcro, entre los hijos más puros de Cuba, una religión natural y bella [vuelve sobre este concepto], que en sus formas se acomoda a la razón nueva del hombre, y en el bálsamo de su espíritu a la llaga y soberbia de la sociedad cubana”.
Todo lo dicho prueba, si no lo probara concluyentemente toda la vida y obra de José Martí, que el revolucionario y el creyente sin iglesia eran en su persona, en su acción y en su palabra, inseparables. Y que, por tanto, una teología de inspiración martiana tendría que incluir la patria que ya en otras páginas he llamado un misterio, porque no es el país, no es la nación, y mucho menos el Es- tado. Esa patria debe incluir la justicia y el amor entre los hombres como valores absolutos y trascendentes. Nos dijo también Martí que la patria no es el juguete de unos cuantos tercos, sino cosa divina.
Considerando, además, que él fue y es, en verso, prosa y actos, nuestro mayor poeta, y que desde José María Heredia hasta nuestros tiempos la expresión poética ha sido la vía más fiel del alma cubana, no debemos excluir los testimonios líricos que, de algún modo, se han movido en una dimensión teológica. Basta recordar entre otros a José Jacinto Milanés y a Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, Dulce María Loynaz, Emilio Ballagas, José Lezama Lima, el presbítero Ángel Gastelu, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Roberto Friol, Rafael Almanza (poeta camagüeyano bastante desconocido). Tampoco podemos olvidar aquellos chispazos de nuestro Apóstol cuando, a propósito de la excomu- nión del padre McGlynn, excomunión que por fortuna no llegó a consumarse, escribió que: “… la religión no muere, sino que se ensancha y acrisola, se engrandece y explica con la verdad de la naturaleza y tiende a su estado definitivo de colosal poesía”, y que “las religiones, en lo que tienen de durable y puro, son formas de la poesía que el hombre presiente; fuera de la vida, son la poesía del mundo venidero” (sentencia que sirvió de título a un libro ya memorable de nuestro hermano Reinerio Arce).Como un mínimo aporte a nuestro tema, ya que el ma-niqueísmo, que fue una tentación teológica durante siglos para los cristianos, que se ha ido agazapando tenaz en el fondo de la conciencia humana, no dejó de visitarme después del triunfo de la Revolución; y ya que la raíz inevitablemente cristiana por martiana de la propia Revolución me dio la mejor respuesta, quiero sencillamente compartir con ustedes estos breves versos escritos el 23 de septiembre de 1963, que se titulan “Respuesta al examen del maniqueo” (porque de pronto me di cuenta que era lo que estaba haciendo: un autoexamen maniqueísta):

Si tú mismo te examinas, el examen no es válido.
Las reglas no son esas, ni siquiera el asunto.
Al medirte con la vara de tu fanatismo
te conviertes en una víctima, no en un penitente.
Pero el asunto es el amor,
sobre el que no hay definiciones ni escrutinios,
el amor que está viviendo en ti
(como en toda criatura)
una vida sufriente y misteriosa.
Por él serás juzgado, y tú no sabes
dónde están los tesoros,
los desiertos, las miserias, los espantos,
ni las silenciosas comuniones, ni las grandes alegrías
del amor que en ti padece.

Nada sabes, salvo que
tenemos, simultáneamente,
que velar y confiar.
Espera. Vive.

Sirve.

Muchas gracias

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