La emergencia ecológica a la que estamos asistiendo como familia humana es hoy día una verdad incuestionable. Los efectos secundarios de la llamada revolución industrial en la configuración progresiva y sistémica de una comprensión de progreso que preconiza un ideal de configuración social donde se sobrestiman el mercado y el capital como medidas de éxito y realización humanos, se hacen notar cada vez con más fuerza. El crecimiento de los índices de pobreza, la agudización de los contrastes sociales, el agotamiento paulatino de los recursos de todo tipo– entre ellos, ese inmenso de la Solidaridad en Esperanza– y las acentuadas brechas de inequidad visibles en las formas en que se distribuyen las riquezas de nuestra casa común, dan cuentas de ello y nos permiten apreciar nuestra situación:
Padecemos. De alguna manera bien profunda la especie humana que somos y estamos llamados a ser se va secando y desmembrando hasta lucir como ejemplar extinto.
Estamos llenos de visiones que corroboran esto. Basta mirar en derredor, ver las noticias. Estamos llenos de mensajes que lo refuerzan. Basta escuchar lo que se dice, lo que decimos y escucharnos. Desde el conocido texto de El fin de la Historia y el último hombre de Fukuyama (1992) hasta las tan difundidas producciones cinematográficas como Mundo Acuático (1995), La Matrix (1999-2003) y Los juegos del hambre (2012) entre otras creaciones, vamos conformando un imaginario catastrofista que, si bien describe metafóricamente nuestra realidad de emergencia ecológica en sus múltiples aspectos, de alguna manera nos lleva paradójicamente a conformarnos con ese estado de cosas. Es preciso acoger otras visiones y detenernos a escuchar otros relatos. Aquel que se nos narra en el libro de Ezequiel (37, 1-14) puede ser un lugar propicio para recolocarnos ante esta situación vital.
En el libro de Ezequiel, como suele suceder con la gran mayoría de los libros bíblicos, la autoría no se corresponde con el profeta al cual remite su título, sin embargo, se habla de la escuela profética que puede haber estado animada por dicha figura como responsable de la redacción y compilación de este material.
Como todo texto de corte profético, intenta denunciar un tipo de situación donde se ven comprometidas la plenitud de vida y dignidad humanas, así como anunciar y enunciar las condiciones de posibilidad de la acción trasformadora que puede revertir el efecto nocivo de la misma; de manera que la tensión creativa entre amenaza y promesa, tragedia y restauración, va configurando tanto la estructura como y el contenido de todo el libro.
El relato al que queremos volver la mirada se encuentra justo a las puertas de la sección que toma cuerpo a partir del capítulo 38 y se conoce por la crítica especializada como “Apocalipsis de Ezequiel”. Ya sabemos que apocalipsis no significa fin del mundo, sino revelación, y que esta es, además, una expresión que apunta a la esperanza de refundación de un mundo nuevo lejos de querer significar el derrotismo y la aniquilación de todo mundo posible. De manera que este relato, dentro de la que podríamos denominar como la estructura simbólica del libro, se nos vuelve el umbral, el peldaño que antecede al principio del fin, el espacio que antecede al comienzo de lo que ha de ser completamente trasformado. Este espacio nos dice es un valle, y está lleno de huesos (Ez 37, 1).
Lejos de comprometernos con un análisis exegético profundo de este pasaje, me gustaría invitarnos a prestar atención a algunos elementos significativos del texto.
La primera cosa que llama la atención es que el profeta, quien funge como narrador del relato, dice que tuvo que ser llevado en Espíritu al lugar desde el que pudo acceder a una visión más completa de la tragedia en que los había sumido su actitud como pueblo. Aunque en la literatura bíblica es común esta manera de presentar las visiones, curiosamente se nos vuelve este pronunciamiento una metáfora que muestra un mensaje de la propia necesidad en que estamos abocados. Esa de dislocar el sitio desde el que vemos las cosas, de movernos del terreno desde donde construimos nuestra visión del mundo, de la vida y de nuestro lugar en este entramado de relaciones.
Para cambiar la forma de vivir será siempre necesario un quiebre, una ruptura en la manera de mirar. El profeta es llevado a ese otro lugar y es además llevado en Espíritu. No es un proceso netamente racional, sino integral, relacional, que tiene como primera instancia el imbricarse interiormente y de ahí partir de todo y hacia todo lo demás. Hermosa imagen que nos remite a los presupuestos más recientes del discurso de la ecología integral, donde la razón sensible, lo que pertenece a la esfera de los afectos, las emociones, los sentires, lo que es del cuerpo pero no se ve; se vuelve una instancia legítima desde donde “sentipensarnos”.
La narrativa de esta visión nos deja ver, además, que este “salir de…”, esta movida en espíritu, le permitió al profeta constatar la gravedad de la situación, pues los huesos no solo eran muchos, sino que estaban resecos (v.2) y justo ante este panorama que avizora más crítico aun, es que puede el profeta escuchar esa voz divina voz de Dios según dice el pasaje que le pregunta por la Vida. ¿Podrán revivir estos huesos? (v.3)
El profeta ve (vs.1-2), juzga (v.3) y entonces se nos dice que es movido a actuar alzando la voz oportuna en medio de la inacción y la desesperanza (vs. 4 – 7a). En estos tiempos donde subsiste una herencia materialista binaria que a la usanza de aquella del dualismo gnóstico nos hace enlistar todo lo que existe en bueno y malo, es importante reivindicar las palabras y todo lo que portan no como un añadido de los cambios socio-estructurales, sino como una parte indispensable de estos.
La crítica consciente y la protesta que denuncia no son acciones pseudo-movilizadoras. Toda palabra tiene poder: crea y recrea, mueve y conmueve. Y en estos tiempos se vuelve perentorio reivindicar el rol indispensable de la palabra que despierta como parte de una espiritualidad política que opta por la trasformación no violenta, sino mediadora. Una que lúcidamente se posiciona desde la comprensión de que las transformaciones estructurales no vienen por la desfiguración o anulación exterior del cuerpo, de los seres, de lo vivo sino por la transfiguración interior de estos cuerpos históricos que somos sobre la piel del planeta que también sufre y es desfigurado y torturado.
A esta visión de la integralidad efectiva de la transformación por la acción de la palabra asistimos en los últimos fragmentos del relato de Ezequiel, cuando el profeta nos dice que él habló tal cual le fue ordenado en su espíritu, y mientras profetizaba percibió un estremecimiento porque se juntaban los cuerpos unos con otros. Huesos que progresivamente y en conjunto se renovaban físicamente, totalmente fortalecidos, y se alzaban con vida sobre el valle de muerte, incorporándose sobre sus pies, insuflados por el Espíritu que a su vez fue invocado por la voz que denuncia la muerte y proclama la Vida desde todos puntos de la tierra (vs. 7-10).
Los cambios de imaginario son actos de resistencia. Otras formas y matices más suaves pueden hacer parte también de la llegada de los nuevos tiempos y deben hacerse sentir como aquel del sonido de la brisa que, colándose por los huesos secos, hizo del valle y su silencio pesado un extraño concierto de flautas: tal vez como el silbo apacible que escuchó alguna vez el profeta Elías (I Re 19, 9- 14) o quizás cornos de ángeles como en aquella noche de Belén (Lc 2, 1-14).
Otra manera de mirar, un cuerpo estremecido que transgrede el lugar desde donde se “sentipiensa” y se comprende, las palabras a tiempo que animan y estremecen, la apuesta por rehacernos como humanidad de dentro a afuera, el accionar con las fuerzas de la fe que sí nos hacen levantarnos juntos para subvertir un escenario de muerte, hicieron nuevo el valle.
Otra visión y forma de Vida es posible. Urge el otro jardín, para una nueva casa.
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