La más hermosa de cuantas composiciones topográficas puedan soñarse distinguen a esta ciudad marina oriental, y la hacen inolvidable. Ella es modelo para fotógrafos y pintores.
Pero a Gibara la realza también otro tesoro y es la proverbial sencillez y generosidad de sus gentes, prestas a orientar a los viajantes, gentes de miradas diáfanas y sonrisas amplias que agradecen los piropos al terruño por sobre todas las cosas. Esa doble magia, la que emana de la belleza física y la que se desprende de lo espiritual, marcó los días que por allá anduvimos, en representación de la Red de educadoras y educadores populares y de la Red Ecuménica Fe por Cuba, con distintas tareas a cumplir en medio del Festival Internacional del Cine Pobre que convierte a esta ciudad costera del oriente cubano en una de las plazas culturales más importantes de Cuba.
Por las mañanas, el Telecentro se convertía en el cuartel general del grupo que, con Miriela Fernández a la cabeza, soñaba y producía un Cuaderno de Solidaridad para recoger las recientes experiencias del intercambio con América Latina que tuvieron ambas redes. Un producto que, además de testimoniar la experiencia en sí, pueda servir de material de consulta para cualquier público interesado en las temáticas abordadas. Y era soberbio soñar y producir con el mar de un azul imposible en lontananza y la villa blanca a los pies, como una novia dormida.
Una tarde nos invitaron a colaborar con representantes de UNICEF y Save the Children en la preparación y coordinación del primer taller con las niñas y los niños que más tarde trabajarían en la realización de tres audiovisuales para el festival. Allí estaba Baby, educadora `popular y alma del proyecto.
Fue particularmente gratificante organizar el trabajo con la metodología que hemos aprendido de la Educación Popular y así lograr que el taller fuera un espacio productivo, de participación, donde las niñas y los niños tuvieran el protagonismo, además de utilizar técnicas que les permitieran divertirse, en un ambiente de confianza y colaboración. Luego coincidiríamos muchas veces, tanto con las muchachas representantes de las organizaciones, como con Baby acompañada de su alegre tropa y la gratitud de todas y todos se expresaba en un saludo cariñoso o en una sonrisa cómplice.
Pero el mejor saldo que nos dejó Gibara, lo que compartimos desde estas páginas, es la convicción de una red viva que expresa la solidaridad, no solo como un ámbito recién incorporado —después del último encuentro de colaboradores—, sino como práctica cotidiana y filosofía de vida que la Educación popular ha enriquecido. Como testimonios estaban los albergues solidarios: las humildes casas de Sayonara, Lina y otros miembros de la red, abiertas de par en par para quienes llegábamos desde otros sitios de Cuba. Por las empinadas calles de Gibara solíamos encontrar a Tamara y su equipo: Angelito, afanado en mil tareas; Néstor, atrapando esencias con su cámara maravillosa.
A veces nos llegábamos hasta la Biblioteca para estar al tanto de su trabajo y nos sabíamos hermanas y hermanos, miembros de una familia grande donde se comparten por igual las alegrías y las preocupaciones. Y estaban Ramiro, incansable, y su hermana Zulima, atentos a la logística, o lo que es mejor, a hacer nuestra estancia lo más confortable posible. Y desde Holguín se tendió, oportuna, la mano de Mario, que nos hospedó en su hogar y nos regaló, además, un inolvidable tour de holguinero orgulloso, por su bellísima ciudad. Pero estaba también Yamila, con su casa lista para ponerse a nuestro servicio si la necesitábamos.
Y qué decir del equipo del Programa de Educación Popular, de gira en esos días por provincias, que nos llevaron en nuestro regreso hasta Camaguey y se quedaron preocupados por el destino de un par de guajiras sin pasaje a las que dieron consejos, teléfonos y direcciones por si no podíamos viajar.
“No hay nada como las educadoras y los educadores populares”, me dijo Saimy, mi compañera y hermana de coordinación y de sueños, en una especie de resumen de todo lo vivido: Tienes razón. Por mi parte, recordé aquel pasaje de la Biblia en que Jesús dice a sus discípulos que el árbol bueno no puede dar malos frutos y los alerta con una frase que resume siglos de sabiduría: “Por sus frutos los conoceréis”. Eso me deja Gibara: una certeza que se traduce en frutos abundantes, prestos a dar fe de la buena salud de la educación popular cubana.